sábado, 9 de julio de 2022

EL MUNDO PERFECTO DE LOS PATOS

 


Por si alguien pregunta, el paseo ha estado bien. 

Hemos salido de la casa de ladrillo rojo al atardecer, a la hora de siempre, por el camino de grava, la misma fila de borregos de todos los días. Una vez en el estanque, Ellos nos han dado diez minutos para descansar y nos hemos fumado un cigarro mirando los patos: ahora me zambullo, ahora no, ahora sacudo las plumas, ahora no. Hoy nadie ha dicho: ¡Anda, mira, patos! 

En los primeros paseos es algo que se dice sin pensar porque todo brilla y el campo huele a nuevo: los árboles, las acequias, el camino de grava, y por supuesto los patos. Uno nunca cree que vaya a haber patos donde luego hay patos. Por eso sorprende verlos, es inevitable. Como también es inevitable no sentirse en armonía con el universo en su presencia, tomarse las cosas de otra manera; creerse, quizá, capaz de mejorar, de hacer lo correcto. Putos patos. Cuando los vi por primera vez sentí que me revelaban un secreto, como si dijeran: mira con qué poco me conformo, observa mi sencilla existencia. Tú también puedes ser como nosotros. El mundo perfecto de los patos. Por un momento pensé que podía recoger mis cosas y volver a casa. En realidad todo es un espejismo, esa paz que transmiten, ese flotar despreocupado, el engañoso reflejo de sus plumas tornasoladas, esa supuesta sencillez… Todo es una farsa. Una trampa de la naturaleza. No conviene fiarse de los patos. Nosotros sabemos que sus vidas también están huecas. Los hemos observado durante mucho tiempo, durante muchos paseos. Te prometen el oro y el moro, y luego nada. Los patos siguen a lo suyo y nosotros a lo nuestro. Aquí los odiamos. Hoy he fantaseado con lanzarme al agua, agarrar a uno por el cuello y apretar con todas mis fuerzas hasta que dejaba de mover las alas. 

Después del descanso, era casi de noche y hemos regresado por el mismo camino de grava, como todos los días, los mismos borregos de siempre. Una luz blanca salía por las ventanas de la casa de ladrillo rojo. Docenas de polillas revoloteaban alrededor de los quicios. El aire olía a comida de hospital, a sopa de sobre. 

En el jardín, justo antes de entrar, Ellos han vuelto a contarnos: estábamos todos. 


sábado, 17 de octubre de 2020

VESTIDOS DE COMUNIÓN

Foto: Mónica Muñoz Pollo

Hoy nos ha despertado el ruido de los cohetes. Hoy es el gran día. Ya lo dijo la alcaldesa, lo dijo la dueña del bar, lo dijo hasta la maestra. En la puerta de la iglesia los hombres del pueblo esperan fumando a la sombra. En mangas de camisa. Recién afeitados. El cura entra y sale sin saludar. Se le ve nervioso. Pero a los hombres del pueblo les gusta el silencio, y como mucho se miran y lo señalan con la barbilla y luego niegan con la cabeza. Las palomas arrullan en lo alto del campanario, zurean ajenas a la celebración, a las prisas de las madres en el cuarto de baño, a los llantos de las abuelas sentadas en el recibidor, temerosas de ver lo rápido que pasa el tiempo. Ahora unas y otras avanzan por la calle camino de la iglesia, como un ejército engalanado. Las niñas van delante con vestidos blancos que parecen coliflores, que parecen iglús, que parecen tulipanes; adornadas con medallitas y diademas, maniatadas a relojes que marcan la hora tardía de la infancia que se agota. Los niños caminan detrás, marineritos, abogaditos, generalitos de infantería. El mundo entero les sonríe. Les gritan salvas desde los balcones. Más tarde se celebrará un banquete, y habrá regalos y besos que rascan y pitan en los oídos, y también palabras mal dichas por culpa del vino y la envidia. 

Se arremolinan, se arremolinan en la puerta de la iglesia las de los vestidos blancos de coliflor. Se arremolinan las niñas bajo el sol amarillo, unas con otras. Los volantes de sus vestidos encajan como engranajes. Que te vas a marear, les dicen las abuelas. Pero no hay manera. El vuelo del vestido es inevitable y las niñas no pueden dejar de dar vueltas, de girar como peonzas libres de pecado y  protegidas de toda perturbación. Los niños, en cambio, no giran, sus trajes no vuelan, sus trajes navegan o conducen un tanque, pero no vuelan. Sonríe un poco, les ordena el fotógrafo. Y obedecen, los niños, peinados a raya, con los pies en la tierra. 

De repente, suenan las campanas. Y las palomas salen volando para dejar el cielo limpio como una patena. Por fin ha llegado la hora. El cura abre el portón de madera: adelante, dice con voz piadosa; entrad sin miedo, dice embaucador. Pero el vuelo de los vestidos de tulipán ha cogido fuerza y los pies de las niñas comienzan a elevarse lentamente en el aire. Madres y abuelas las jalean emocionadas, la boca abierta con empastes de amalgama. Tranquila, mi vida, que vas muy bien, les dicen con más miedo que vergüenza. Y mientras tanto las niñas giran y se elevan todo lo alta que es la iglesia, impulsadas por la confección aerodinámica de sus vestidos. Los niños las señalan con el dedo, los hombres del pueblo sonríen, el palillo entre los labios, la mano de visera en la frente. Entonces el cura les pide calma, les pide mesura, les pide, por Dios, que bajen... Pero hoy es el gran día, y así es cómo han de suceder las cosas, y las niñas con vestidos de tulipán se elevan, se elevan, se elevan.




jueves, 30 de julio de 2020

REMAKE


              


Madrid, principios de verano

Es sábado por la tarde, es la hora de la siesta, suena el timbre. B se levanta medio dormido del sofá y observa por la mirilla: los tenues haces de sol que se cuelan hasta el rellano iluminan vagamente el rostro ovalado de R, una visión que para B resulta onírica y de alguna manera redentora. Sin pensarlo demasiado, abre la puerta. R entonces comienza a hablarle sobre un producto innovador, líder en el mercado; un producto con innumerables ventajas que, por supuesto, puede ser adquirido al contado o mediante una financiación más que asequible. R no se deja nada en el tintero, a pesar de su juventud, se nota que es toda una profesional, tiene un tono de voz muy agradable y el acento de su país le confiere cierta musicalidad al discurso. Sin embargo, B no la escucha, él se encuentra en otro lugar, una fantasía sexual acaba de despertar en su cabeza; esa película porno que todo hombre alberga en el fondo del alma, ahora se proyecta en su mente. B asiste como en un sueño a la inmediata atracción física, al juego de miradas, a las fórmulas de cortesía que les llevan sin esfuerzo a cerrar la puerta y sentarse en el sofá, cada vez más cerca, cada vez más juntos, para luego, en el momento decisivo, pasar a la urgencia de amarse, de arrancarse la blusa, de reventar las costuras de la falda y romper con el tacón de aguja un vaso, un cenicero, lo que sea que haya sobre la mesa camilla. Todo sucede en la penumbra mustia del salón, tras unas persianas cerradas, bajo el resplandor azul de un televisor en el que un guepardo corre tras una cebra para darle caza. La voz en off que comenta los hábitos alimentarios del felino se mezcla con los intermitentes jadeos. B casi puede oler su piel recién llegada, sentir el calor húmedo que desprende el cuerpo de R, parece que tuvieran ensayada la escena: B aparece sentado en el sofá, con los pantalones bajados y R, a horcajadas sobre él, curva la espalda de placer, su melena castaña cae como una catarata, tiene la cabeza echada hacia atrás, las venas del cuello hinchadas, la boca abierta, abierta pero muda; una boca que acaba ocupando toda la pantalla. Fin de la película. R le pregunta a B si le interesa el producto. B le responde que lo único que le interesa es invitarla a salir esa misma noche. R finge sorpresa, le dirige a B una mirada brillante y afilada, como si pudiera leerle la mente, descubrir sus verdaderas intenciones. B intenta contener algo que podría ser una erección, desvía sus ojos hacia una telaraña que cuelga en el techo del rellano. R también mira la telaraña. Pasan dos o tres segundos. R le dice a B que se lo pensará, intercambian los números de teléfono. Luego R coge el ascensor. B cierra la puerta y se dirige hacia la ventana. Quizá esperaba verla de nuevo, desde otra perspectiva, en un contexto más real. A los pocos minutos se cansa de esperar. B vuelve al sofá. Todavía es sábado por la tarde, en la calle hay un perro tumbado a la sombra, una furgoneta aparcada en la esquina y cajas de fruta sobre la acera; también hay un gitano apoyado en la pared, bajo el sol, quieto como una estatua.


La ley de las cuarenta y ocho horas

Al día siguiente, por la mañana, B todavía mantiene el entusiasmo y le envía un mensaje de texto a R en el que escribe: «Probablemente ya de mí te has olvidado, y mientras tanto yo te seguiré esperando». Así comienza la canción «Se me olvidó otra vez» del grupo mexicano Maná. Lo cierto es que a B no le gusta nada este tipo de música, tan solo quiere llamar la atención de R para que la cosa no se enfríe. B sabe que después de cuarenta y ocho horas todo tiende a disiparse, que si la memoria es frágil, el deseo puede serlo aún más. B permanece atento al móvil hasta la hora de la cena. Al cabo de dos días, la pantalla continúa inalterable, sin alertas, y B se dispone a sufrir el desaliento de lo inevitable. Al cabo de dos meses, B se ha olvidado de Maná y de México entero, y el recuerdo de R, su rostro ovalado, su melena cayendo como una catarata, la escena ensayada del sofá, los jadeos, la pornografía a domicilio, todo eso comienza a fundirse en blanco y a mezclarse con el zumbido del ventilador, con las sirenas de las ambulancias a lo lejos, con el perro de la vecina ladrando de madrugada por las escaleras, con el clic del mechero que se enciende en el balcón a las cinco de la mañana, todas las noches, cuando el humo del cigarro dibuja el futuro, a veces el pasado, nunca el presente.


Septiembre y los comienzos

Los días se acortan, las noches caen de improviso a eso de las ocho. Deben de ser las once de la mañana. B lleva un rato despierto, pero aún no se ha levantado. De pronto, la mesilla de noche empieza a vibrar y la pantalla de su móvil se ilumina. Es un mensaje de R, dice así: «Por eso aún estoy en el lugar de siempre, en la misma ciudad y con la misma gente». La canción de Maná regresa tardía, a deshoras, sin embargo, se hace inevitable que por alguna razón B se sienta vencedor. Es verdad que ahora R no es más que un recuerdo de color amarillo y rancio, el sonido de los timbres a la hora de la siesta que lo despertaron para nunca más ser ella. B tiene claro que ya nada es lo mismo (ni siquiera la ciudad y la gente, como dice la canción), pero la escena del sofá que imaginó hace meses regresa a su memoria como una versión barata de la original, como un remake en forma de espinita clavada, de asignatura pendiente.


La carrera del guepardo

Es sábado por la noche, B se encuentra en la plaza Mayor, junto a la estatua ecuestre de Felipe III. Tan solo faltan unos minutos para que den las diez. B lleva un rato esperando. Entonces le asalta la certeza de haber olvidado por completo a R, no recuerda nada de ella, ni su cara ni su cuerpo ni su voz, nada; inexorable y monstruosa, la sombra de la duda se cierne sobre él y comienza a preguntarse si merece la pena continuar con todo eso, si no hubiera sido mejor dejar a R donde estaba, perdida en los días amarillos, condenada a la fantasía sexual de un sábado por la tarde. En el reloj de la plaza Mayor, las diez campanadas suenan lejanas, pero R no aparece por ninguna parte, a medida que pasan los minutos B comienza a sentirse mejor, más tranquilo y seguro de sí mismo; piensa que si R lo deja plantado le daría la excusa perfecta para zanjar el asunto. Entonces B imagina que R no viene y que él decide permanecer un rato más allí, como un turista solitario. La idea le parece de lo más reconfortante. Son las diez y media, B continúa junto a la estatua sin esperar a nadie; él ya se creía que todo había quedado en un simulacro, cuando R se le acerca y le sonríe y le dice «hola, qué tal estás», como si se conocieran de toda la vida. Tras besarse las mejillas, abandonan la plaza Mayor para dirigirse hacia la zona de Huertas y, mientras caminan, hablan de tonterías, parece que el mundo les bastara así según está. R confiesa que no conoce bien el barrio. B resume su vida en un par de minutos. Se mienten, se pierden, tropiezan con los bolardos, giran a la izquierda y luego bajan por la calle del León, el olor a pescado frito se adueña del aire. Un bar con forma de túnel, un sucedáneo de taberna andaluza con macetas en las paredes, encandila a R. Se sientan en una mesita de madera, pegados a la barra. El local está vacío. La comida no es buena. El café tampoco. R se empeña y pagan a escote. Después continúan paseando sin mucho afán, sin salirse del supuesto recorrido turístico-amoroso. R se detiene en la puerta de un pub donde dice conocer a una de las camareras. Una vez dentro, R echa un vistazo, su amiga no está, debe de ser su día libre. R le pregunta a un camarero, este le dice que su amiga ya no trabaja allí. B se acoda en la barra y pide un par de copas. R coge la suya, avanza hasta la pista y luego se gira y llama a B con el dedo índice. B le dice, le grita, que no sabe bailar, que le da vergüenza. En la pista no hay nadie más. R baila con los ojos cerrados. Suena un reguetón. R piensa que B, en el fondo, es un gilipollas. B la observa desde la barra y piensa que R no es la misma R de la escena del sofá, ni tampoco aquella R de rostro ovalado que ya olvidó una vez. Entonces ella se le acerca para decirle algo, la música está tan alta que tiene que apoyarse en su hombro. B aprovecha la proximidad e intenta besarla. R lo esquiva con elegancia, le dice al oído «yo no soy de esas». Pero al final se besan, y lo hacen sin saber el cómo ni el porqué, sus lenguas no se entienden, los dientes torpes, gigantes, chocan a cada embestida, sus cuerpos no encajan… Se besan y, por primera vez para B, quizá también para R, toda esta historia cobra algo de sentido.


Retirada

Apuran sus bebidas y se echan a la calle de nuevo. El alumbrado público ha convertido la ciudad en una amalgama de sombras y tonos naranjas, es la hora bruja, los chupitos están a mitad de precio, es la hora de comprar un perfume de imitación. B y R avanzan sin saber siquiera adónde se dirigen, juntos, pero sin tocarse, como dos desconocidos que caminan a la misma velocidad. R piensa que los besos pueden quemar o enfriar, pero nunca mienten, y le habla a B de su mamá enferma, del pisito en el que viven las dos, de la cama de noventa en la que duermen juntas, muy juntas, y de un tema de abogados que tiene pendiente con su papá porque no les quiere pasar la manutención. B, por su parte, intenta evadirse de la realidad igual que hizo la primera vez, no quiere que el remake, o lo poco que queda de su película porno, se convierta en un drama. Los porteros de las discotecas se disponen a cumplir su jornada y les dispensan miradas acuciantes, B disimula mientras mira los nombres de los locales, como si hubiera en ellos un mensaje secreto que descifrar. De repente, la voz quejumbrosa del cantante de Maná les hace detenerse delante de una puerta negra con ojo de pez; se trata de la misma canción que emplearon en sus mensajes. Ambos la escuchan en silencio, la letra habla de un hombre que espera a una mujer que nunca llegará; es sin duda una historia triste, una historia que nada tiene que ver con la de ellos porque la suya es real y termina allí, delante de esa puerta, con esa canción de fondo. Entonces se abrazan con una mezcla de tristeza y ternura, y luego se alejan por la misma calle, en direcciones opuestas. Ni siquiera han dado las doce, aún es sábado por la noche. En la plaza de Jacinto Benavente hay una fila de taxis esperando en un semáforo, dos jóvenes turistas se maquillan mientras caminan, un camarero con chaleco y pajarita les hace señas desde la terraza para que se acerquen.


(Relato publicado en la antología "Arritmias" de la editorial RELEE)



CRÓNICA DE UNA REVOLUCIÓN

         


Walrus

Supongo que todo comienza con el libro que publicó la editorial Walrus, aquí en Madrid, hace un par de años. Por extraño que parezca, esta editorial no pretendía obtener ganancias con sus publicaciones, sino dar visibilidad a los autores emergentes que intentábamos hacernos un hueco en el mundo del cuento. Walrus mantenía una especie de convenio con algunos talleres de escritura, y a nosotros, los alumnos de estos talleres, se nos brindaba la oportunidad de ser publicados. También actuaba de disparador proponiéndonos un tema. Luego, tras una primera criba realizada por el profesor del taller, se efectuaba otra más en la propia editorial, de la que solo escaparían (por llamarlo así) los cuentos seleccionados que aparecerían en el libro. Pues bien, las nuevas tecnologías fue uno de esos temas que nos propuso la editorial y, para darnos una pista, un ejemplo, un algo, nos proporcionaron los nombres de algunas series británicas en las que podíamos (¿debíamos?) inspirarnos. Mis compañeros de taller y yo las vimos repetidas veces y, a decir verdad, nos gustaron bastante; sin embargo, estábamos de acuerdo en que dichas series mostraban el porvenir desde un enfoque demasiado derrotista, augurando así un futuro desolador; por eso, creo yo, todos los cuentos que se publicaron en el libro parecían oponerse en fondo y forma al avance tecnológico (el mío, quizá, era el único que admitía una doble lectura). Cabe sospechar, por lo que sucedería unos meses después, que en cierto modo nos programaron para cumplir un objetivo, y ese objetivo no era otro que iniciar una revolución.


True Love

El cuento que escribí sobre las nuevas tecnologías trataba sobre dos personas solitarias, de color gris, sin descendencia, sin una relación especial con la familia, sin nada importante que destacar en sus vidas; solamente una cosa: estaban enamorados el uno del otro, y su historia de amor transcurría, noche tras noche, en un juego de realidad virtual llamado True Love. Sin embargo, en el mundo real (en el día a día, en el cara a cara) los protagonistas no tenían mucho trato. Porque conocerse sí que se conocían, de hecho, eran vecinos, y como es lógico solían coincidir en la escalera o en el rellano, pero ninguno de los dos sospechaba que en True Love, en ese universo que habían creado a su antojo, sus avatares se amaban profundamente. De esta manera, la sordidez de sus encuentros en el descansillo (con el pijama y una bolsa de basura en la mano) contrastaba de maravilla con el continuo frenesí de sus citas virtuales, donde se les podía ver paseando en una calesa por las calles de París, brindando con champán entre ramos de rosas recién cortadas y merci, mon amour, je t’aime. Porque True Love disponía de todo tipo de detalles, de los más románticos a los más lujuriosos; por ejemplo, y en referencia a estos últimos: en las habitaciones de los hoteles siempre había unas esposas bajo la almohada, y en los aviones (por poner otro ejemplo) se podía tener sexo dentro de la cabina en pleno vuelo, siempre y cuando le dejaras mirar al piloto. En fin, todo eso era True Love: hoteles de lujo, viajes en jet privado, fantasías eróticas. Al parecer, todo lo que los protagonistas necesitaban para que su historia de amor fuera perfecta. Y tanto era así, que cuando descubren que solo tienen que salir al rellano para abrazarse y besarse y conocer el verdadero true love, ambos continúan como si nada hubiera ocurrido, de mutuo acuerdo y sin mediar palabra, como si todas las coincidencias (en el rellano, en el tendedero, en el ascensor) que yo inventé para que triunfara el amor (real) solo les sirvieran para darse cuenta de que preferían seguir como estaban, es decir, unidos por el amor virtual que ni duele ni huele. Como digo, el cuento admite una doble lectura, mi intención era dejar patente el error que cometían los protagonistas al no hacer nada, y para ello utilicé un tono irónico en la narración, casi humorístico. Sin embargo (y esto fue lo que me salvó, como se verá más adelante), también podía parecer que el cuento rompía una lanza a favor de las nuevas tecnologías, entendidas como una opción más en las relaciones de pareja. De cualquier manera, a la editorial le gustó y por primera vez fui seleccionado.


El libro

La presentación del libro tuvo lugar en un local llamado La Hispaniola, una mezcla de bar y biblioteca donde los camareros parecían intelectuales y las paredes estaban repletas de libros dispuestos en estanterías. Cuando llegué, la gente se apelotonaba alrededor de la puerta. El acto comenzó a la hora anunciada. Primero habló el director de la editorial desde un pequeño escenario donde alguien había colocado un atril y un micrófono. Luego le llegó el turno al prologuista (Luis María Ruiz Espinosa, escritor consagrado) y por último a nosotros, los autores seleccionados, que tuvimos que leer un breve pasaje de nuestro cuento. Después de los aplausos llegaron las firmas y las copas de vino y las bandejas de queso cortado en forma de triángulo. Floren, un antiguo compañero de taller que también había sido seleccionado, levantó su copa y dijo que eso (refiriéndose al vino) era lo mejor de las presentaciones. Floren intentaba emborracharse en todos los actos literarios a los que iba, decía que era su forma de tomarse en serio el oficio. De pronto, me señaló la puerta levantando la barbilla, acababa de entrar Enrique García Pacheco, un crítico literario mordaz (muy mordaz) al que todos llamaban el Tiburón. Nunca lo había visto en persona y me sorprendió su aspecto, parecía un muñeco de cera, un hombre sin edad (quizá porque llevaba el pelo teñido). El director de Walrus y todo el equipo de la editorial se acercaron a saludarlo. Al cabo de unos minutos lo vimos salir con el libro (nuestro libro) bajo el brazo.
A la semana siguiente, me llamaron por teléfono de la editorial para decirme que el libro se estaba vendiendo estupendamente. García Pacheco lo había reseñado en un par de periódicos importantes, y mencionado en las redes sociales con una crítica positiva: llevábamos vendidos más de diez mil ejemplares. La noticia no podía ser más esperanzadora. Recuerdo que fue entonces cuando decidí, como decía Floren, tomarme en serio el oficio. Aquella misma tarde empecé a escribir uno, dos, tres cuentos. Todos a la vez.


La Resistencia

Pasados unos días, por la mañana, dos tipos llamaron a mi puerta: ¿es usted el autor del cuento True Love? Y, seguidamente, como si ya supieran que sí, que yo era el autor, se presentaron: somos la Resistencia. En Madrid, por entonces, se hablaba mucho de la Resistencia, aunque nadie sabía a ciencia cierta si existía de verdad o si solo era una palabra, un concepto o una idea flotando en el aire. El caso es que los tipos parecían soldados vestidos de calle, había en su postura cierto aire marcial que no podían disimular. Primero habló uno, el más alto, durante un buen rato, y luego el otro; formaban un buen dúo y parecían seguir un orden establecido a la hora de exponer sus ideas. Me recordaron a los testigos de Jehová que venían los domingos a venderme el cielo. Sin embargo, estos dos no habían venido a venderme nada, solo querían que me uniera a la Resistencia. También dijeron que el libro que habíamos escrito se estaba convirtiendo en una especie de manual o algo parecido, intentaron convencerme con buenas palabras. Pero les di largas, no me fiaba (como tampoco me fío de los testigos de Jehová) y dije que tenía que pensármelo. Un par de horas más tarde, Floren me llamó por teléfono, también había recibido la visita de los hombres soldado, y también les dio largas. Les preguntó que cuánto pagaban y dijo que los tipos se echaron a reír. Total, que ahí quedó la cosa. Al día siguiente, me llamó la editorial para invitarme a una fiesta en La Hispaniola con motivo del inesperado éxito del libro; una fiesta, dijeron, a la que no podía faltar.


La fiesta

Frente al escenario habían dispuesto un centenar de sillas. Al igual que el día de la presentación, el aforo estaba completo. Encontré a Floren acodado sobre la barra, junto al resto de autores seleccionados. Más que una fiesta parece que nos van a dar un mitin, dijo Floren, y no iba mal encaminado. El director de Walrus observaba el horizonte desde lo alto del escenario como un vigía. Alguien nos dijo que le llamaban Capitán (lo que no me pareció raro, dado que Walrus es el nombre del barco que capitaneó el famoso pirata James Flint. Por otra parte, aunque de eso nadie dijo nada, estaba seguro de que La Hispaniola tampoco se llamaba así por casualidad). El Capitán golpeó el micrófono un par de veces solicitando un poco de silencio. Su discurso comenzó con una breve introducción sobre el trabajo en equipo, para luego transmitirnos la alegría que le embargaba en esos momentos, a él y a todos los miembros de la editorial, y que si gracias a nuestro compañero Enrique (Tiburón, pelo teñido, mordaz, muy mordaz), y a vosotros por estar aquí (refiriéndose a nosotros, los autores), y gracias también al prologuista, escritor consagrado y a quien le debemos tanto…, y bueno, parecía que la cosa iba para largo, cuando, de forma un tanto abrupta, le cedió la palabra a la señorita Clara Villagrán, portavoz de la Resistencia. Al escuchar ese nombre noté un leve dolor en el pecho (un dolor que ya no existía en realidad, un dolor perteneciente al pasado, el dolor de una secuela). Los aplausos no se hicieron esperar, como si el público (al igual que yo) ya la conociera de antes. No puede ser, no puede ser, pensé. Pero sí que era: la misma Clara Villagrán de la que estuve enamorado en la facultad, la Clara Villagrán que fue mi novia durante toda la carrera. La Clara Villagrán a la que yo llamaba Clarita. Hacía quince años que no sabía nada de ella.


Clara Villagrán

Tras condenar las nuevas tecnologías como producto de consumo, y el individualismo como sinónimo de aislamiento que generan, y blablablá, blablablá, Clara Villagrán concluyó diciendo que nosotros (los autores del libro y la editorial Walrus) habíamos contribuido al librepensamiento y a la humanización de la sociedad, y que por eso nos daba las gracias en nombre de la Resistencia. Después tocaron el «rompan filas» y llegó el vino y el queso cortado en triángulos. Floren, sin moverse de su asiento, me dijo: pues yo, eso de vivir desconectado no lo acabo de ver, la verdad. Vivir desconectado era el lema de la Resistencia, Clara Villagrán lo había repetido por lo menos treinta veces, y cada una de esas veces había recibido la pertinente ovación. No obstante, estoy seguro de que, si hubiera rezado un padrenuestro, hasta los más ateos habrían respondido amén, porque Clara Villagrán pertenece a ese tipo de mujeres capaces de encumbrar cualquier idea por muy disparatada que parezca. Durante su discurso (confieso) la estuve observando, recreándome, con más curiosidad que deseo, en algunos detalles que conocía de sobra, supongo que intentando desenmascarar la huella del tiempo en su rostro. Floren insistió de nuevo: se han vuelto locos (me hablaba en voz baja), a mí que me expliquen cómo se puede vivir de esa manera. Le contesté que no era tan difícil, que nosotros ya habíamos vivido «de esa manera», se lo dije sin pensar, para que se callara un poco. Lo cierto es que ya no me apetecía seguir hablando de la desconexión, ni de las nuevas tecnologías. La repentina aparición de Clara Villagrán me había desconcertado. Floren se quedó pensativo, con la vista clavada en el escenario donde Enrique García Pacheco, entre aplausos y risas, saludaba al público con exageradas reverencias. Iba disfrazado de mosquetero. Desenrolló un pergamino que llevaba en el cinturón y leyó un poema que, según dijo, había escrito él mismo. El poema hablaba del caballo de un zar, y de las cúpulas puntiagudas que coronan los palacios de San Petersburgo, y terminaba (si no recuerdo mal) con la enumeración de algunas palabras (claramente tendenciosas) como «libertad», «desconexión», «resistencia», en fin; una mierda de poema. Después subió al escenario otro tipo (seguramente el segundo de abordo de Clara Villagrán) para decir que la lucha continuaba en las calles; a este también le aplaudieron bastante. Luego sentenció que, si las cosas llegaban a ponerse feas, nos mantuviéramos firmes en nuestros puestos. Y así fue: las cosas se pusieron feas. Pero antes llegó la Revolución.


El verdadero true love

Yo soy de los que piensan que nada ocurre porque sí, que existen millones de hilos transparentes que conectan unos hechos con otros, y por eso creo en el karma y en las energías que fluyen de aquí para allá, pero no creo en las casualidades. La noche de la fiesta regresé temprano a casa. Antes de marcharme estuve buscando a Clara durante un rato, pero no la encontré. Así que ya no pude quitármela de la cabeza. Estuve casi toda la noche pensando en ella, mejor dicho, en ella y en mi cuento. Porque lo que era innegable es que Clara Villagrán había vuelto gracias a True Love. Seguí profundizando en esa dirección. Hice inventario de todas mis relaciones en los últimos quince años. El resultado fue revelador: no encontré nada que pudiera haberme llevado a escribir ese cuento. Desde mi noviazgo con Clara Villagrán, la mayoría de mis relaciones acabaron mal (por no decir que parecían abocadas al fracaso de antemano), y eso solo podía significar una cosa: los protagonistas de True Love éramos Clara y yo, y fueron nuestros mejores años en la facultad de periodismo los que habían inspirado (inconscientemente) esa historia de amor virtual; y, si al final ellos decidían seguir como estaban y no complicarse con el amor real, es porque yo, después de todo, quisiera haber actuado de esa manera en su momento. Clara me lo dijo muchas veces cuando éramos novios: así estamos bien, así estamos bien, la última vez por teléfono, así estamos bien. Luego desapareció de la noche a la mañana, se esfumó, ¡zas!, como borrada del mapa. Pero fui yo quien la obligó a desaparecer, yo tuve la culpa por no saber detenerme donde ella quería; yo, que imaginaba una familia y una casa con jardín y, bueno, la verdad es que no recuerdo qué carajo imaginaba. En cualquier caso, True Love hablaba del amor desde la derrota y el desengaño, por eso los protagonistas acaban eligiendo el amor práctico, el que Clara hubiera elegido. Todo esto me llevó a pensar que el cuento había sido mi forma de decirle a Clara Villagrán que ya estaba preparado para detenerme donde ella quería (lo que no era del todo cierto), y que había sido yo, al escribir el cuento, al mover ese hilo transparente, el que la había hecho aparecer de nuevo sobre aquel escenario. Por eso, cuando Clara vino a mi casa unos días después de la fiesta (seguramente los soldados de la Resistencia le facilitaron mi dirección), no tuve valor para echarle nada en cara. Le pregunté, eso sí, que dónde se había metido durante los últimos quince años. Me dijo que nunca se fue de Madrid, que simplemente se había hecho invisible.


Vivir desconectado

Desconozco el verdadero motivo (el libro, la Resistencia, las drogas… ¿A quién le importa?), pero la gente en Madrid empezó a desconectarse. La idea triunfó, sobre todo, entre los más jóvenes; solo ellos (invencibles, inmortales, osados) podían hacer algo así por el simple hecho de experimentar, porque se puso de moda, porque la juventud es el momento en el que hay que probarlo todo. Mientras tanto, yo continuaba sin salir a la calle, escribía doce horas diarias, pero estaba al tanto de lo que ocurría porque Floren, de vez en cuando, me pasaba el parte. Una noche me llamó por teléfono: ¿no estás viendo las noticias?, la Revolución ha estallado. Entonces encendí la televisión: cientos de jóvenes se habían reunido en un descampado alrededor de una gran hoguera, decían que estaban allí para quemar sus móviles, querían vivir desconectados. El ambiente se adivinaba festivo, se oían tambores, como una especie de ritual. La reportera solo acertaba a decir: es la una de la madrugada, estamos en directo y parece que todo el mundo se ha vuelto loco. Las reacciones de la gente que arrojaba sus teléfonos al fuego iban de la euforia a la confusión, del asentimiento a la calma. Los había que lloraban y reían a la vez. La reportera les preguntó: ¿Qué es esto de la desconexión? ¿Qué se siente? Una chica con un piercing en la nariz dijo que era como saltar al vacío; un chico (más o menos de la misma edad) con el pelo amarillo dijo que al principio no sabes qué hacer; otro chaval confesó que todos sus amigos ya lo habían hecho; una mujer que paseaba a su perro preguntó si estaban celebrando la noche de San Juan.

Mi conversación con Clara

Estábamos sentados en el sofá, uno al lado del otro, la televisión encendida, sin volumen. Clara me contó que los invisibles eran aquellas personas que vivían desconectadas, y que se clasificaban, por lo general, en dos grupos: el grupo alfa (los que rechazaban todo tipo de dispositivo electrónico) y el beta (que renegaban de las redes sociales y el uso de Internet). Luego dijo que ella era alfa y que constituían el sector de la población que ni el Gobierno ni ninguna empresa podía controlar porque no salían en las encuestas, ni aparecían en estudios de mercado, ni tenían apenas datos sobre ellos, y que por eso eran decisivos a la hora de entrar en acción. Solo nosotros, dijo Clara, podemos cambiar las cosas sin que nadie lo prevea. Yo no sabía muy bien a qué se refería, me ocultaba algo, eso seguro, pero entendí que no podía desvelarme mucho más. Luego cambió el tono, como si se relajara un poco, y me contó la sorpresa que se había llevado al enterarse de que yo era el autor de uno de los cuentos. También me dijo que gracias a nuestro libro la gente había despertado, y que ahora los invisibles se contaban por millares, y al decir eso se le escapó una sonrisa que yo, como un tonto, me guardé en el bolsillo. ¿Has leído el cuento? ¿Qué te parece?, le pregunté. Me gusta cómo acaba, aunque yo nunca probaría un simulador de esos. Sí, es verdad, le dije, pero lo que me hubiera gustado decirle es que la había echado de menos, que la llegué a creer muerta, que me cansé de esperar, que me prometí olvidarla, y que al parecer (True Love era la prueba) no lo había conseguido; debería haberle dicho que ojalá nunca hubiera escrito ese cuento. Clara la invisible se despidió, llegaba tarde a no sé dónde. Cerré la puerta y me senté a escribir un cuento al que titulé «En el parque no se ama».


En el parque no se ama

El cuento, más o menos, se resume así: dos novios se encuentran en un parque. Están sentados en un banco de madera y acaban de grabar sus iniciales en el respaldo, dentro de un corazón. El sol se esconde tras los edificios y ellos se sonríen, los dos van vestidos de color azul turquesa, los dos se miran a los ojos con ternura, se cogen de la mano, se quieren infinito, resultan insoportables. Por eso, la gente normal, los vecinos y el resto de personas que pasan por allí (los narradores del cuento), se empiezan a quejar: «No parecen acordarse de cuando les dijimos que no se les ocurriera aparecer por aquí». Al final acaban llamando a la policía. Entonces llega un coche patrulla, y luego otro, el parque se ilumina con destellos azules y rojos. Los agentes rodean a los enamorados, les apuntan con sus armas reglamentarias, les piden que, por favor, dejen de amarse inmediatamente. Los novios contestan que no pueden hacer eso y se dan un beso, pero un beso que hechiza, un beso tan puro y verdadero que los policías también empiezan a besarse entre ellos, arrastrados por una fuerza capaz de controlar su voluntad. La gente normal espera asustada detrás de los coches patrulla. No saben cómo actuar. Se abrazan e intentan tranquilizar a niños y ancianos. Por suerte, cuando los novios se detienen para tomar aire, uno de los agentes consigue saltar sobre ellos y esposarlos. Luego los sacan del parque en coches separados. Solo entonces, la gente normal respira tranquila, y buscan en sus bolsillos navajas, llaves y monedas, y se acercan al banco para borrar las huellas de ese amor perfecto. Y una vez dicho esto, preguntas que se me ocurren: ¿es posible que Clara y yo fuéramos esos novios que tanto se quieren? ¿Estaba tirando de otro hilo transparente con el fin de volver a verla? ¿Me había traicionado de nuevo el subconsciente? Seguramente todas las respuestas sean la misma: sí, sí y sí.


El declive

Pasaron tres o cuatro meses, y parecía que todo seguiría igual, que los jóvenes continuarían quemando sus móviles y yo escribiendo mis cuentos, y que Clara solamente se haría visible en La Hispaniola con el fin de adoctrinar a las nuevas generaciones. Pero, como ya se dijo antes, las cosas se pusieron feas. Empecé a sospecharlo con la llamada que me hizo Floren a las cinco de la mañana: creo que me están vigilando, hay un coche que me sigue a todas partes, lo tengo aparcado enfrente de casa. Le dije que llamara a la policía. Nunca más volvió a llamarme. En parte, porque era la policía la que le vigilaba. Vinieron a verme unos días después, dos agentes de uniforme y un tercero trajeado. Me preguntaron sobre la Resistencia, sobre Clara Villagrán, sobre Juan Flores Poveda (el segundo de abordo que estuvo en la fiesta), y sobre el Capitán Flint (me enseñaron sus fotos, los tenían a todos fichados). Registraron mi ordenador, el tipo trajeado (supongo que era escritor o algo así) me preguntó por el mensaje de mi cuento, True Love. Una alternativa al amor, le dije. Entonces el tipo me miró a los ojos fijamente, como si de esa forma pudiera ver si le estaba mintiendo. Al final les dijo a los agentes que mi cuento no presentaba ninguna amenaza. Ni siquiera me detuvieron. Pero ¿qué sucedió para que las cosas se pusieran tan tan feas? Pues muy sencillo. Clara Villagrán y sus colegas revolucionarios se equivocaban al pensar que no salían en las encuestas. Algunas empresas aportaron datos muy interesantes que corrieron como la pólvora en los medios de comunicación: las ventas de productos electrónicos habían descendido un treinta por ciento en el último trimestre y el número de perfiles cancelados en varias redes sociales no hacía más que aumentar. Se habló de un retroceso tecnológico, se habló de un desequilibrio en la balanza (pero ¿qué balanza?), se habló de una posible crisis económica, y los representantes del Gobierno se echaron a temblar. Por eso pasó lo que pasó. Cerraron las puertas y soltaron los perros. Tras mi conversación con la policía, empecé a seguir las noticias a diario. Detuvieron al Capitán Flint, todo el país vio cómo lo esposaban y lo metían en un coche patrulla, y lo mismo hicieron con el prologuista, y con García Pacheco (mordaz, muy mordaz). Cayeron todos, uno por uno. Sin embargo, Clara Villagrán no daba señales de vida. Su foto fue colgada en estaciones de trenes y aeropuertos, y en el telediario se llamaba a la colaboración ciudadana para encontrarla. Mientras tanto, yo me la imaginaba en otro país, con el pelo teñido de rubio y hablando con acento impostado. Luego empecé a pensar que quizá sí que era invisible, como ella decía.
En fin, poco a poco las noticias relacionadas con el tema fueron dejando paso a otras de más actualidad, como los últimos estrenos en cartelera o el número de muertes por accidentes de tráfico. En dos o tres semanas, todo había vuelto a su cauce habitual. La gente se olvidó de la revolución y siguió adelante, qué otra cosa podíamos hacer. Así funciona esto, ¿no?


(Relato publicado en Antología "Error 404" de la Editorial RELEE)






miércoles, 9 de octubre de 2019

LA DICTADURA DE LOS GATOS


En Chauen gobiernan los gatos. Ellos marcan los días festivos en el calendario y sintonizan la televisión después de las tormentas. Los gatos deciden el límite de velocidad en las carreteras, hacen la ley y la trampa, aprueban o no los casamientos. Los gatos pintaron las calles del color de las lobelias y por eso Chauen es azul. Quizá demasiado azul. Porque son los gatos (y no los perros, ni las cabras) los amos de la medina, los que interrumpen la marcha de los turistas por las callejuelas, los que caminan como si fueran dioses de cuatro patas a los que poco les importan los hombres y sus guerras y sus quehaceres del día a día. Y también son ellos, los gatos, los que se enzarzan en falsas peleas cuando les viene en gana, y tiran al suelo una maceta azul que estalla en mil pedazos, ¡plas!, y los turistas asustados, ¡Oh!, y la escoba de la paisana, que llega tarde, golpea los adoquines, ¡puf!, la misma escoba que luego barre los pedazos rotos de la maceta, ¡ras!, y la tierra húmeda y marrón, ¡ras!, y las flores moribundas y azules, ¡ras, ras, ras! Y mientras tanto los gatos maúllan a carcajadas desde lo alto del minarete, como falsos muecines llamando a la oración. Así se fragua la dictadura de los gatos en Chauen. Pero sus habitantes lo tienen asumido, miran para otro lado, se encogen de hombros; aseguran que podría ser peor. Dicen que si gobernaran los zorros o los dromedarios... ¡a saber de qué color pintarían las calles!


Relato Finalista en Zenda "Historias de Animales" 2019

domingo, 9 de diciembre de 2018

DÍAS DE LLUVIA





I

La empresa me envía unos meses a trabajar al País Vasco. Cuando llego a San Sebastián son las once de la noche y llueve. El hotel donde me alojo está a las afueras, en la cima de un monte. El GPS me conduce por un camino que no parece llevar a ninguna parte, dice que mi destino se encuentra a pocos kilómetros, pero no me fío. A medida que asciendo por la carretera, me voy adentrando más y más en una especie de bosque, y las historias en las que ETA dejaba a un empresario atado a un árbol en mitad de la nada empiezan a rondarme la cabeza. Por suerte, en pocos minutos la carretera termina en la puerta del hotel. Aparco al pie de unas escaleras de mármol. Mi habitación está en la cuarta planta, es amplia y la moqueta está limpia. Se notan las cuatro estrellas. Salgo al balcón. El viento arrastra la lluvia hasta mi cara. Al fondo, la playa de la Concha brilla como en las postales y el mar y el cielo son la misma cosa inmensa y oscura. Bajo al restaurante. No hay más clientes. Tampoco hay camareros. A pesar del lujo, me siento vulnerable. Tras la barra, una puerta con ojo de pez deja escapar un sonido de cacharros metálicos. Pasan quince minutos, puede que más. Entonces entra en el restaurante un tipo con pijama de raso y batín a juego. Se acerca al mostrador, espera unos segundos y luego se lleva dos dedos a la boca y silba con fuerza, igual que si llamara a un puñado de vacas. Un chico con granos en la frente se asoma por el ojo de pez. El tipo le hace una seña con la mano, el chico sale y prepara un escocés sin hielo en vaso de tubo. Yo le digo que me gustaría cenar algo. Cuando el chico regresa a la cocina, el tipo del pijama me dice que hace exactamente treinta años celebró su boda en ese mismo hotel. No sé qué contestar a eso. Ni siquiera acabo de creérmelo. El tipo del pijama coge su whisky y se larga. Entonces pienso que hubiera estado bien que se quedara un rato más a mi lado. El chico vuelve a salir, dice que no hay cocina, pero que puede hacerme un sándwich mixto. 


II

Después del trabajo doy un paseo por los alrededores del hotel. A la izquierda de las escaleras de mármol hay un arco de piedra que me lleva a lo que parece ser una vieja montaña rusa. Intengo seguir el recorrido de las vías, a veces se asoman al borde del precipicio y pienso que no creo que nadie tenga huevos a subirse ahí. Los raíles están oxidados y algunos tramos están cubiertos por las ramas de los árboles que crecen en la ladera del monte. Luego encuentro una especie de mirador. Empieza a anochecer, la lluvia es tan fina que apenas cae, es como si nunca dejara de llover del todo. Miro de nuevo hacia la playa de la Concha, distingo a unos  surfistas nadando hacia la oscuridad. Entonces todo transcurre igual que en los sueños. Subo al coche, enciendo la radio y en unos minutos ya formo parte de la postal, mis manos están apoyadas en la barandilla blanca que recorre el paseo y el olor de la sal me trae viejos recuerdos. Un tipo se me acerca, un tipo con gabardina y flequillo peinado hacia abajo. Me pregunta si quiero un cupón. No, no quiero, gracias. El tipo sonríe. También tengo películas porno, dice, ¿te gustan las películas porno? El tipo tiene una cara extraña, parece viejo y joven al mismo tiempo. Echo un vistazo a mi alrededor, la playa ha quedado desierta, ni siquiera veo a los surfistas, el mar debe de habérselos tragado. No, no me gustan, bueno sí me gustan, pero me tengo que ir. El tipo insiste, quiere que le invite a mi casa, podemos fumarnos un porro y ver una película porno, me dice. Mira, ¿ves aquellas luces de allí, encima del monte?, pues ahí vivo yo, en el hotel. Ah, sí, me dice, yo iba de niño a montar en la Montaña Suiza. Será rusa, le digo yo. No, no, responde muy serio, no es rusa, es suiza. 


III

Hoy viene mi jefe en el avión de las doce y media. Cuando se encuentra conmigo, dice que quiere saber qué tal me va, pero parece pensar en otra cosa mientras intento explicarle que todo marcha según lo previsto. De pronto mira su reloj y me pregunta si Aitor habrá reservado mesa en el Sugarri. Aitor es el jefe de operaciones, un tipo peculiar. Salimos fuera, el Sugarri no queda lejos del aeropuerto, pero está lloviendo y mi jefe prefiere ir en coche. Cuando llegamos, Aitor nos espera en la puerta, fumándose algo que tira precipitadamente al vernos aparecer. Durante la comida hablamos de temas relacionados con el trabajo. Luego Aitor nos acompaña de vuelta al aeropuerto. El avión de mi jefe sale a las cuatro y veinte. Desde el ventanal de la cafetería podemos ver cómo las nubes acaban engullendo al aparato. Aitor tiene prisa, pero antes me dice que podíamos quedar algún día, ya sabes, para tomar unos katxis. Me pregunta donde vivo. En un hotel. ¿En cuál? En el Monte Igueldo. Ahí va la hostia, me dice, ¿el de la Montaña Suiza? Sí, en ese, le digo. Pues allí celebraron mis padres su boda. Nos despedimos con un apretón de manos. Mi jornada laboral ha terminado. En el peaje observo que no está el chaval con acné de todos los días, sino una chica morena más o menos de mi edad. Le pregunto si aquí deja de llover alguna vez. La chica sonríe y me dice que sí. Llego al hotel, subo corriendo a la habitación, quiero comprobar algo. Es verdad: solo tengo que cerrar los ojos y pensar en ella para que salga el sol.


(Relato 1º Finalista en Zenda "Historias Vascas" 2018)

sábado, 11 de noviembre de 2017

ESTA ES LA HISTORIA DE SIMONA HURTADO






El 1 de noviembre de 1973, Otto Günther salió a pasear camino del Puig Morell y nadie sabe cómo, pero acabó despeñándose por un barranco. Otto Günther era un alemán que llevaba siete años viviendo aquí, en el pueblo, y disfrutaba de su jubilación en una bonita casa rodeada de palmeras y fuentes con peces de colores. La mayoría de los vecinos lo conocíamos de vista, y aquellos que tuvieron el valor o la curiosidad de acercarse al lugar del accidente, contarían más tarde que lo encontraron con la cara cubierta de sangre, y los brazos y las piernas del revés, igual que una marioneta; y también contaron que de pronto apareció una mujer que no habían visto nunca, y que sin apartar la vista del cadáver, esa mujer dijo: ahorita se lo lleva la huesuda, no se me achicopale, hombre; y que lo dijo así, como hablándole al propio muerto, y que nadie se atrevió a añadir nada más. Entonces muy pocos sabían que esa mujer era Simona Hurtado. Yo estaba en la plaza, sentado en la puerta del bar de mi abuelo cuando, unos días antes de que esto ocurriera, la vi bajar del autobús. No traía equipaje y llevaba puesto un sombrero de paja y un vestido rojo de volantes. Era Simona pequeña y robusta, y tenía la cara redonda como un pan. Una trenza de pelo negro le caía por la espalda hasta casi tocar el suelo. Se me acercó y antes de entrar al bar me preguntó si allí servían tequila, y yo le contesté que solo había vino o aguardiente, y entonces ella dijo: el fuego, chavo, no más que busco el fuego. Esas fueron sus palabras.

La presencia de Simona Hurtado en el pueblo incomodó a muchos vecinos. Simona no se parecía en nada a los extranjeros que venían a vivir aquí, todos altos y rubios, y con los ojos azules. Muchos de ellos, como Otto Günther, se habían construido una casa a las afueras para que nadie les molestara. Mi abuelo decía que eran educados y dejaban propina, pero que con la gente del pueblo no querían cuentas. Y llevaba razón. Simona Hurtado, en cambio, no tenía nada, y nadie sabía con certeza a qué había venido, además, siempre estaba en la calle, dormía en un granero abandonado, y si alguien le daba una peseta corría a gastársela en aguardiente. Una vez se subió a una silla del bar y cantó México lindo y querido, aunque la mayoría de las noches nos contaba historias de fantasmas, y entonces los clientes se callaban para escucharla, y después de cada historia, nos juraba por la Virgen de Guadalupe que todo lo que había contado había ocurrido de verdad, allá en su tierra, pero eso nadie se lo creía. Lo que sí es cierto es que una mañana mi abuelo estaba abriendo el bar, y que de pronto apareció por la plaza Simona Hurtado y le dijo a mi abuelo que se fuera a velar a su esposa, y él al principio no la entendió porque acaba de ver a mi abuela sentada en su butaca zurciendo calcetines, pero Simona se lo volvió a repetir, y entonces mi abuelo se fue para adentro y encontró a mi abuela muerta, y no zurciendo calcetines como él pensaba.


Con el paso del tiempo, entre una cosa y otra, Simona Hurtado acabó labrándose en el pueblo cierta fama de bruja, una fama que no hizó más que agravarse cuando al año siguiente, también en el día de Todos los Santos, otro vecino llamado Kurt von Hellermann apareció ahogado en su piscina. Y es que a veces las casualidades asustan, pero asustan todavía más si dejan de parecer casualidades, y eso fue lo que ocurrió, porque al año siguiente falleció Helmuth Drossel, también el 1 de noviembre, en un accidente de avioneta; y al año siguiente fue Hans Loerzer, un infarto fulminante; y al año siguiente le llegó el turno a Emil Müller, en el mismo día que los anteriores, devorado por sus perros de caza; y al año siguiente le tocó al doctor Josef Lutz, atragantado con un hueso de pollo; posiblemente la muerte más triste y estúpida de todas, aunque también fue la que puso en alerta a las autoridades. Cuatro furgones de la Guardia Civil aparcaron en la plaza aquella misma tarde para interrogarnos a todos. Me preguntaron por el doctor Josef Lutz, si le conocía de algo, si tenía enemigos, si sabía de alguien que pudiera estar detrás de las otras muertes. También me preguntaron si creía en las maldiciones. Y yo les contesté que no, que aquellos hombres habían tenido mala suerte y punto. Pero al caer la noche, los guardias se reunieron en el bar de mi abuelo a deliberar, y allí bebieron vino y aguardiente, y cuando el bar se quedó vacío y andaban medio borrachos, empezaron a hablar a grito pelado, y así fue cómo me enteré de que todos los que habían muerto el 1 de noviembre, desde la fatídica caída de Otto Günther, eran antiguos miembros de la Gestapo, excombatientes del ejército nazi o amigos íntimos del Fürher. En cualquier caso, ya no eran nada. Por la mañana temprano, los guardias recogieron las tiendas, pero antes de marcharse atrancaron la puerta del granero donde dormía Simona y le prendieron fuego. Mi abuelo y yo salimos a la puerta del bar cuando nos enteramos, y ya no había llamas pero sí podía verse una gran columna de humo a lo lejos. Entonces pensé en lo que había dicho Simona sobre el fuego la primera vez que hablé con ella. Cuando suceden cosas difíciles de explicar alguien debe pagar las consecuencias, sentenció mi abuelo, y a eso precisamente, creo yo, había venido Simona Hurtado desde tan lejos; culpable o inocente, ella nos libró de nuestro propio miedo.  


( Relato Ganador en Zenda "El día de los Muertos" )

jueves, 20 de agosto de 2015

LA AVERÍA


Por segunda vez en lo que va de noche, llora. Y lo hace incluso con más intensidad que la primera vez, cuando antes de acostarse pensó en las ballenas. El médico ya se lo tiene advertido: Román, no le dé muchas vueltas a las cosas, cíñase al momento. Sin embargo esta noche Román no es dueño de sus lágrimas y se ha despertado en pleno llanto. Rosa, su mujer, harta de sus pucheros a deshora, le ha preguntado que por qué llora esta vez. Román se ha encogido de hombros y le ha dicho que no está seguro, que él estaba durmiendo. Ella no le cree, sabe que su marido es muy sensible, que le bastaría ver a una mosca ahogándose en un charco para iniciar su habitual berrinche. Pero lo cierto es que Román, hasta ahora, nunca había llorado sin causa aparente. Por eso Rosa enciende la luz de la mesilla, se echa la bata por encima de los hombros y baja a llamar a Don Alfredo, que es veterinario y  amigo de su marido. Don Alfredo vive en el segundo izquierda y no tarda en personarse con su pijama de raso azul y un maletín de cuero. Cuando Román lo ve entrar en la habitación inevitablemente arrecia el llanto. Rosa mira hacia el techo, aunque en realidad mira hacia el cielo, hacia Dios, y sale en busca de una toalla; las lágrimas de Román ya empiezan a empapar la almohada.

Don Alfredo se sienta en la cama junto a su amigo y le pregunta qué le pasa. Román, un poco más calmado, se vuelve a encoger de hombros y se deja llorar en silencio. Rosa le dice a Don Alfredo que lleva así más de veinte minutos. Don Alfredo entonces saca un estetoscopio de su maletín y escucha con callada profesionalidad el corazón de Román. Luego, declara que el ritmo cardiaco es normal y que no deben preocuparse, que ya se le pasará la llantina. Pero Rosa no sabe cuándo ocurrirá eso y por si acaso trae una palangana y se la coloca a su marido en el regazo. Las lágrimas de Román continúan brotando y al caer en el recipiente de plástico emiten un sonido hueco, como de gotera. Don Alfredo y Rosa se quedan un rato mirando a Román, hipnotizados por su llanto perpetuo. Al cabo de media hora Don Alfredo adopta una expresión de impaciencia y Rosa le invita a marcharse; él no tiene porque cargar con esto, bastante es que se ha molestado en venir, ¿verdad?, le pregunta ella a su marido. Román levanta su rostro llorado y asiente con dudosa firmeza. Rosa acompaña a Don Alfredo hasta la puerta y regresa al dormitorio preocupada. La idea de que su marido no sea capaz de contener las lágrimas le hace pensar en una avería, en la pintura de las paredes levantada por la humedad, en muebles chorreando, empantanados, como cuando Don Eusebio se dejó un grifo abierto y les inundó el comedor hace unos años.

De nuevo en el dormitorio, Rosa observa a su marido recostado en la cama; él mantiene un lamento constante, al ralentí. Ella le quita la palangana y se la lleva al cuarto de baño para vaciarla. Y es entonces, mirando todas esas lágrimas escapar por el desagüe en forma de remolino, cuando cree tener una solución, y llama a su marido para contársela. Román aparece con su inagotable goteo. Rosa le señala la bañera y le dice que se tumbe dentro, que así todas sus lágrimas caerán por el desagüe y luego irán a las alcantarillas y luego al mar… Y a Román no le queda otra que resignarse, echarse bocarriba y clavar su mirada de lluvia en el techo. Ella entonces le acaricia la mejilla, vuelve al dormitorio y se mete en la cama, y no obstante tarda un poco en dormirse; como si en el fondo le afectara lo de comparar a su marido con un grifo mal cerrado.


(Relato Finalista en Concurso Madrid Sky 2015)

lunes, 22 de junio de 2015

EL TIMO



Aquella tarde la peluquería estaba llena de gente debido a unas ampollas que parecían frenar la caída del cabello. Yo tenía que cortarme el pelo y mi madre estaba molesta porque nunca había tenido que esperar tanto, ¡pero si eso es un timo!, declaró en voz alta, y nos fuimos a casa de Leonor, una joven estudiante que a ratos hacía de peluquera.

Leonor nos invitó a entrar en el salón. Le pregunté si podía encender la televisión y me dijo que sí. Hasta aquí, según recuerdo, todo iba bien: yo era un niño libre de pecado, un niño normal que estaba viendo los dibujos el día antes de su comunión, y Jerry volvía a escaparse de las garras de Tom introduciéndose por las rejas de una alcantarilla. Lo de ese ratón era increíble, siempre se salía con la suya.

Mientras tanto Leonor se afanaba en recortar mis greñas, me decía “baja la cabeza” o “mira hacia a ese lado” o “mira hacia el otro”, jamás, en ningún momento, me dijo que mirara en el interior de su blusa, sin embargo, eso fue lo que hice. El hueco de la manga se abrió y por unos segundos la imagen de su teta izquierda se quedó congelada a escasos centímetros de mis ojos. ¡Una teta en vivo y en directo!, un extraño calor me subió hasta las mejillas, sentí cómo se ensuciaba mi alma e intenté apartar el pecado de la mente, pero fue inútil.

De vuelta a casa mi madre preguntó si me pasaba algo. Yo le dije que no, pero la verdad es que no podía dejar de pensar en la teta izquierda de Leonor, ni siquiera pensaba en la teta derecha, ni en el noveno mandamiento, ni en volver a confesarme, ya era tarde para eso; mi comunión sería una farsa, un timo, igual que las ampollas que vendían en la peluquería.







(Ganador III Premio de microrrelatos Manuel J.Pelaez)

Gracias a Ppk, Mari Carmen, Merche, y a todo el colectivo Manuel JPelaez por un fin de semana en Zafra que califico de inolvidable.

QUIZÁ MÁS AL NORTE




Antes de marcharse, parados en el descansillo, mis padres insistieron en que hacía un día estupendo para sacarla de paseo. Yo les dije que ya vería, que estaba cansado. Mi madre meneó la cabeza y me miró como cuando era niño y no quería hacer los deberes. Está bien, la llevaré a dar una vuelta, les dije. Cerré la puerta y desde la mirilla observé cómo cogían el ascensor.

Quizá más al norte, en Chamberí o por el barrio de Salamanca, no resulte tan extraño ver a una extraterrestre paseando del brazo de un hombre, pero aquí en Carabanchel no es nada habitual. De hecho ni siquiera podemos sentarnos un rato en el parque. Mis padres creen que exagero pero es muy raro que pase alguien y no se quede mirando. Luego lo normal es que empiece a llegar más gente y sin quitarnos la vista de encima formen un corro para chismorrear sobre ella. Los más curiosos hasta se acercan para hacerle una foto. La semana pasada un señor me preguntó si podía tocarla. ¡Váyase a la mierda!, le dije.

La verdad es que desde que ella llegó mi vida ha cambiado. Para empezar, siempre que salimos a la calle tengo que evitar las vías más transitadas, sobre todo cuando hace buen tiempo y las terrazas de los bares invaden las aceras de la plaza de Oporto. La gente nos para como si fuéramos famosos, tan solo para verla de cerca. Ella en cambio no parece enterarse de lo incómodo que me siento. Lo único que hace es sonreír. Sonríe mucho. Todavía no sé por qué lo hace. Yo entonces acelero el paso y rezo para que llegue pronto el invierno. Las mañanas con niebla, por ejemplo, son una delicia. Solemos levantarnos muy temprano, todavía es de noche, y bajamos caminando por la calle General Ricardos hasta la orilla del Manzanares. A ella le gusta tumbarse en el césped a mirar el cielo y las estrellas, quién sabe, a lo mejor hasta puede ver su planeta. Cuando empieza a amanecer emprendemos el camino de vuelta. La mayoría de las tiendas aún están cerradas, pero de vez en cuando nos paramos frente a algún escaparate para mirar las cosas que venden. Entonces la veo reflejada junto a mí, rodeándome la cintura con sus tentáculos, y me acuerdo del día que se escapó. Olvidé cerrar con llave la puerta y cuando llegué de la oficina había desaparecido. Después de buscarla por todo el barrio durante horas no tuve más remedio que empezar a admitir su pérdida. Fue un momento duro, casi no podía respirar, algo me oprimía el corazón, o el pecho, no lo sé. Estaba anocheciendo. Entré en el Faro a tomar una cerveza para ver si me calmaba. De pronto me di cuenta de que hacía meses que no pisaba un bar. Cuando regresé a la calle volví a pensar en ella pero ya no estaba tan angustiado. Para mi sorpresa me encontré con una amarga sensación de alivio. Quizá por eso, cuando llegué a mi casa y la vi sentada en el rellano, pensé que hubiera preferido no volver a verla nunca más. Desde entonces no he vuelto a cerrar con llave.

Hoy hemos estado paseando por los alrededores de la cárcel. Algunos todavía la llaman así aunque hace años que la derribaron. Por uno de sus flancos lindaba con el parque de las Cruces y si continuas caminando hacia el sur, de espaldas al parque, te encuentras con un descampado donde la gente amontona sus electrodomésticos viejos. En primavera suele crecer entre ellos la hierba salvaje y esas flores amarillas que no huelen a nada. Esta tarde nos hemos acercado al único muro de la prisión que dejaron en pie. En él hay pintados montones de grafitis; algunos hablan de la libertad y otros simplemente son los nombres de quienes los pintaron, nombres raros como Yunke, Brassy o Stok. Los he estado leyendo  en voz alta mientras caminábamos. Ella no ha dicho nada. Qué va a decir. Al volver a casa no hemos tenido que acelerar el paso ni cambiar de dirección. Casi parecíamos una pareja normal. Se nota que ya anochece antes y que las calles del barrio se quedan desiertas. Mientras esperábamos el ascensor hemos visto a dos vecinos que han preferido subir por las escaleras. Me han recordado a mis padres. Ellos al principio tampoco  aceptaban a mi novia. Luego fueron tomando confianza y… bueno, ahora vienen a casa todas las mañanas, mientras yo estoy trabajando, para que no vuelva a escaparse. Yo les digo que no hace falta, que no tienen por qué molestarse, que debemos dejarla más a su aire. Les repito casi a diario  que se metan en sus malditos asuntos.

¿Y qué ibas a hacer tú sin ella, hijo mío?, me dicen.





(Finalista en el X concurso de Relato Breve "Jose Luis Gallego")

lunes, 16 de junio de 2014

AFORTUNADO


Era mediodía. Linda cocinaba una lasaña de pollo y salí al balcón a fumar un cigarro. El sol brillaba sin calentar. Mi vecina de enfrente sacudió una alfombra por la ventana. Las pelusas cayeron al vacío con parsimonia. En la calle un tipo abrió el capó de su coche, se encontraba justo debajo de mí. Parecía buscar algo. Oh, sí. Buscaba algo. Un viejo se le acercó y se quedó mirando. Al cabo de unos segundos, el tipo le mostró con discreción lo que finalmente había encontrado. Desde lo alto pude ver que se trataba de una pistola. La envolvieron en un trapo, el viejo se la llevó bajo el brazo. El otro tipo subió al coche y se marchó. La vecina ya se había metido para dentro, pero su maldito perro no dejaba de ladrar. El horno emitió un pitido: la lasaña estaba lista. Cuando entré, Linda sonreía orgullosa, con la bandeja en la mano y yo, por primera vez, me sentí afortunado de no ser un pollo.




(Incluido en el libro de relatos “Realismo Sucio, homenaje a Charles Bukowski” de la editorial Artgerust.)


lunes, 3 de febrero de 2014

LA PRINCESA, EL PRÍNCIPE Y EL SAPO

LA PRINCESA

La princesa no comía. La princesa no se peinaba. La princesa no dormía.
El rey, preocupado por su hija, envió al sirviente con las orejas más grandes a escuchar detrás de la puerta y halló la respuesta: Estaba enamorada del mayor canalla del reino.
—¿No te das cuenta de que ese hombre no tiene cabeza?
—Me da igual si tiene cabeza o no, me casaré con él, padre.
Dicho esto, el rey mandó decapitar al joven y la princesa pudo casarse, y entonces volvió a comer y a peinarse y a dormir por las noches, junto a su amado caballero.


EL PRÍNCIPE

El apuesto príncipe bajó de su caballo. La sangre de mil enemigos goteaba de su espada sobre el suelo del castillo. El rey lo estaba esperando sentado en su trono:
—¿Venciste todas las batallas?
—Tal como le prometí.
—¿Conquistaste las tierras del Norte?
—Sí, majestad, y las del Sur…
—¿Y las del Este?
—Las del Este y las del Oeste, majestad.
El rey hizo un gesto y un criado entró con una cajita de madera.
—Muy bien, pues aquí tienes lo que acordamos: la mano de mi hija.







EL SAPO

Un sapo saltaba feliz por el bosque. De pronto, se encontró a una princesa tumbada en el suelo mirándolo y esta le dijo: 
"Si me das un beso me convertiré en una atractiva ranita".
El pobre sapo se lo pensó un momento, pues le daba un asco atroz besar a una joven princesa de cabellos dorados y mirada angelical, pero finalmente accedió. Entonces la princesa se levantó y se fue corriendo y riéndose del sapo porque se había creído ese estúpido cuento de ranitas encantadas.


jueves, 26 de diciembre de 2013

NO TAN ELEMENTAL, QUERIDO WATSON


El doctor Watson entró en la habitación. Los vapores etílicos que durante la noche habían consumido el aire del cuarto le golpearon en la nariz. Holmes no se encontraba allí pero sus sábanas todavía estaban calientes. Watson se atusó el bigote con el fin de adivinar su paradero, pero unos ruidos provenientes del cuarto de baño le dieron la respuesta.
—¡Holmes, creo que tengo algo! —gritó emocionado, y se sentó en la cama a esperar.
Pasados unos minutos, la puerta del baño se abrió. Holmes apareció vestido con un batín y sin emitir saludo alguno, fue caminando lentamente hasta una silla situada cerca de la ventana. Luego sacó una pipa del bolsillo y tras metérsela en la boca le arrimó una cerilla. Watson interpretó ese silencio como vía libre para exponer sus conjeturas y sin perder un segundo procedió:
—Esta mañana he visitado a  Miss Stapleton y me ha dicho que salga de la ciudad. Lo más curioso es la picardía que empleó al hacerlo pues, lejos de querer amenazarme, aprovechó para decírmelo cuando el señor Stapleton estaba ausente. No sé, Holmes, creo que me ha debido confundir con Henry Baskerville y pretendía avisarme de algo, lo que me lleva a pensar que quizá el señor Stapleton también esté relacionado con la muerte de Sir Charles Baskerville.
Envuelto en su propio humo, Holmes se rascó el mentón como si pensara en algo. Watson prosiguió.
—Tenemos pruebas de que el verdadero asesino es ese perro endemoniado que merodea por el páramo, pero… ¿Qué crees que pretendía Miss Stapleton al darme ese mensaje?
Holmes cerró los ojos y comenzó a masajearse las sienes con los dedos. Al cabo de unos segundos miró a Watson fijamente y dijo:
—Watson, lo único que creo es que deberías volver luego. Tengo una resaca espantosa.



miércoles, 28 de agosto de 2013

MARIA, MARIA, MARIA

Por fin salía el sol. Aquel día nos esperaba una cala perdida en el cabo de Gata, un paraíso desértico y unas doscientas personas. ¿Doscientas? Bueno, más o menos. Huyes de las aglomeraciones sin pararte a pensar que todo el mundo también lo hace y qué ocurre, que aparece otra aglomeración de pobres desgraciados maldiciendo su suerte, desgastados urbanitas que dejando atrás los dias de furia al volante te levantan la mano en agradecimiento cuando les cedes el paso en el angosto camino. Bueno, piensan, piensas, seguro que merece la pena. A eso voy. Alguien nos chivó que la hora de comer es la mejor hora para ir a la playa. Pero como ya ocurrió antes, no fuimos los únicos beneficiarios de tan sabia información, aprecien la ironía, y cuando llegamos un ejército de sombrillas retaban al sol con sus descarados colores y estampados. Al salir del coche tu cerebro manda señales a la memoria y sin saber por qué recuerdas la primera vez que entraste en una sauna y la última vez que abriste la puerta del horno. En la orilla corre el aire, tu sí que vas a correr. Normal, hay gente que se cabrea. ¿Qué van a contar luego en la oficina? Yo les entiendo. No les gusta mentir, o peor, no saben, y dicen “las vacaciones muy bien” con la boca pequeña, y en seguida te preguntan “¿Y tú que tal?” para no tener que inventar, para no tener que confesar que en algún momento echaron de menos el café de máquina, el cigarro en la puerta con los compañeros o el culo de Paqui, la secretaria.

Sombrilla, tumbona, nevera, mochila, aletas, raquetas... ¿falta algo? Sí. Las ganas de vivir, me las dejé en el coche junto a “La ridícula idea de no volver a verte”, mi libro de las vacaciones. Ese libro que te han recomendado y que crees que leerás, no obstante acabará humedecido y deformado, si no roto, en el fondo de tu mochila.

Buscando un metro cuadrado libre de arena, casi olvido la naturalidad con la que se practica el nudismo en este tipo de calas, así que cuando por fin me siento y miro al frente, el pene flácido del señor Gurtenk, un alemán que veranea en Carboneras desde hace veinte años, pasa y me saluda junto a sus dos peludos amigos. La señora Gurtenk, campeona comarcal enguyendo codillo, le sigue de cerca con los senos rebotándole hipnóticamente en su sonrosado y cilíndrico cuerpo. El calor aumenta. El astro rey está en lo más alto del cielo. Me escondo bajo la sombrilla presa de una angustia vampírica. Parece que me relajo un momento, pero no. ¡Joder! Esto está lleno de avispas. Dicen que diciendo “maría” muchas veces no te pican. Por lo visto las vibraciones sonoras producidas al pronunciar repetidamente esa palabra las vuelve locas haciendo que se vayan y que nunca más vuelvan, pues al estar locas, ni siquiera recuerdan que son avispas y bien podrían pasar el resto de su insignificante existencia comportándose como una medusa o un boquerón. La explicación me tranquiliza bastante. Doy otra calada. El humo se derrite. Ya da igual. Me voy al agua para siempre, como hacen las avispas cuando se vuelven locas.

 

viernes, 19 de julio de 2013

LAS MATEMÁTICAS NO AMAN

La profesora me citó en la pizarra. ¡Vamos, no voy a comerte!, dijo con una sonrisa sinusoidal. A medida que me acercaba, los límites de mis nervios tendían al infinito en progresión geométrica, sin una razón que determinara la indeterminación que sentía. Cuando la tuve cerca, pude ver con claridad que despejando el factor marido, la regla de tres sería mucho más sencilla entre los dos. Con un movimiento parabólico me tendió la tiza, pero debido a la aceleración de la gravedad del asunto le agarré la mano, lo que derivó en las risas de mis compañeros alcanzando un valor máximo. Entonces dividí ese segundo en milésimas para contemplar sin prisas las curvas que tantos puntos de inflexión me habían causado. Miré a los demás alumnos e inmediatamente los resté, quedándome a solas con ella en una ecuación de segundo grado con dos incógnitas, una variable y la otra constante. Pensé en montar un número pero me pareció complejo, así que decidí resolver la raíz del problema elevando mis expectativas al mínimo exponente y encerrando mis delirios entre las filas y las columnas de una matriz involutiva.
Tras mi largo silencio vino la vergüenza y luego, por lógica, un merecido suspenso que ni siquiera lamenté, pues para mí, nada tenía solución sin ella.

martes, 9 de julio de 2013

LA PRINCESA AMNÉSICA



La bella y joven princesa salió a jugar con su nueva pelota dorada al bosque. Pero, como ya venía ocurriendo, la pelotita volvió a caerse al lago y se hundió. La pobre princesa lloró desconsolada hasta que una ranita llamó su atención. ¿Por qué lloras princesa? Le preguntó. Porque se ha caído mi pelota al agua y no me he traído el bañador ni las gafas de bucear de oro que me regaló mi padre, el rey. Entonces la rana le dijo: Si me das un beso yo traeré tu pelota. La joven princesa no disimuló una mueca de asco, pero se lo pensó dos veces y accedió. La rana estiró su lengua y ambos se fundieron en un apasionado beso de tornillo como los de las películas de Hanfry Bogart y Ava Gardner. Cuando la rana se dio por satisfecha, entró en el agua de un salto y no volvió a salir. La pobre princesa esperó un rato y volvió muy triste a su castillo mientras la rana se divertía contándole la historia a sus amigos acuáticos. Decenas de pelotas doradas adornaban el fondo del lago.