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Foto: Mónica Muñoz Pollo |
Se arremolinan, se arremolinan en la puerta de la iglesia las de los vestidos blancos de coliflor. Se arremolinan las niñas bajo el sol amarillo, unas con otras. Los volantes de sus vestidos encajan como engranajes. Que te vas a marear, les dicen las abuelas. Pero no hay manera. El vuelo del vestido es inevitable y las niñas no pueden dejar de dar vueltas, de girar como peonzas libres de pecado y protegidas de toda perturbación. Los niños, en cambio, no giran, sus trajes no vuelan, sus trajes navegan o conducen un tanque, pero no vuelan. Sonríe un poco, les ordena el fotógrafo. Y obedecen, los niños, peinados a raya, con los pies en la tierra.
De repente, suenan las campanas. Y las palomas salen volando para dejar el cielo limpio como una patena. Por fin ha llegado la hora. El cura abre el portón de madera: adelante, dice con voz piadosa; entrad sin miedo, dice embaucador. Pero el vuelo de los vestidos de tulipán ha cogido fuerza y los pies de las niñas comienzan a elevarse lentamente en el aire. Madres y abuelas las jalean emocionadas, la boca abierta con empastes de amalgama. Tranquila, mi vida, que vas muy bien, les dicen con más miedo que vergüenza. Y mientras tanto las niñas giran y se elevan todo lo alta que es la iglesia, impulsadas por la confección aerodinámica de sus vestidos. Los niños las señalan con el dedo, los hombres del pueblo sonríen, el palillo entre los labios, la mano de visera en la frente. Entonces el cura les pide calma, les pide mesura, les pide, por Dios, que bajen... Pero hoy es el gran día, y así es cómo han de suceder las cosas, y las niñas con vestidos de tulipán se elevan, se elevan, se elevan.
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