miércoles, 28 de agosto de 2013

MARIA, MARIA, MARIA

Por fin salía el sol. Aquel día nos esperaba una cala perdida en el cabo de Gata, un paraíso desértico y unas doscientas personas. ¿Doscientas? Bueno, más o menos. Huyes de las aglomeraciones sin pararte a pensar que todo el mundo también lo hace y qué ocurre, que aparece otra aglomeración de pobres desgraciados maldiciendo su suerte, desgastados urbanitas que dejando atrás los dias de furia al volante te levantan la mano en agradecimiento cuando les cedes el paso en el angosto camino. Bueno, piensan, piensas, seguro que merece la pena. A eso voy. Alguien nos chivó que la hora de comer es la mejor hora para ir a la playa. Pero como ya ocurrió antes, no fuimos los únicos beneficiarios de tan sabia información, aprecien la ironía, y cuando llegamos un ejército de sombrillas retaban al sol con sus descarados colores y estampados. Al salir del coche tu cerebro manda señales a la memoria y sin saber por qué recuerdas la primera vez que entraste en una sauna y la última vez que abriste la puerta del horno. En la orilla corre el aire, tu sí que vas a correr. Normal, hay gente que se cabrea. ¿Qué van a contar luego en la oficina? Yo les entiendo. No les gusta mentir, o peor, no saben, y dicen “las vacaciones muy bien” con la boca pequeña, y en seguida te preguntan “¿Y tú que tal?” para no tener que inventar, para no tener que confesar que en algún momento echaron de menos el café de máquina, el cigarro en la puerta con los compañeros o el culo de Paqui, la secretaria.

Sombrilla, tumbona, nevera, mochila, aletas, raquetas... ¿falta algo? Sí. Las ganas de vivir, me las dejé en el coche junto a “La ridícula idea de no volver a verte”, mi libro de las vacaciones. Ese libro que te han recomendado y que crees que leerás, no obstante acabará humedecido y deformado, si no roto, en el fondo de tu mochila.

Buscando un metro cuadrado libre de arena, casi olvido la naturalidad con la que se practica el nudismo en este tipo de calas, así que cuando por fin me siento y miro al frente, el pene flácido del señor Gurtenk, un alemán que veranea en Carboneras desde hace veinte años, pasa y me saluda junto a sus dos peludos amigos. La señora Gurtenk, campeona comarcal enguyendo codillo, le sigue de cerca con los senos rebotándole hipnóticamente en su sonrosado y cilíndrico cuerpo. El calor aumenta. El astro rey está en lo más alto del cielo. Me escondo bajo la sombrilla presa de una angustia vampírica. Parece que me relajo un momento, pero no. ¡Joder! Esto está lleno de avispas. Dicen que diciendo “maría” muchas veces no te pican. Por lo visto las vibraciones sonoras producidas al pronunciar repetidamente esa palabra las vuelve locas haciendo que se vayan y que nunca más vuelvan, pues al estar locas, ni siquiera recuerdan que son avispas y bien podrían pasar el resto de su insignificante existencia comportándose como una medusa o un boquerón. La explicación me tranquiliza bastante. Doy otra calada. El humo se derrite. Ya da igual. Me voy al agua para siempre, como hacen las avispas cuando se vuelven locas.