jueves, 30 de julio de 2020

REMAKE


              


Madrid, principios de verano

Es sábado por la tarde, es la hora de la siesta, suena el timbre. B se levanta medio dormido del sofá y observa por la mirilla: los tenues haces de sol que se cuelan hasta el rellano iluminan vagamente el rostro ovalado de R, una visión que para B resulta onírica y de alguna manera redentora. Sin pensarlo demasiado, abre la puerta. R entonces comienza a hablarle sobre un producto innovador, líder en el mercado; un producto con innumerables ventajas que, por supuesto, puede ser adquirido al contado o mediante una financiación más que asequible. R no se deja nada en el tintero, a pesar de su juventud, se nota que es toda una profesional, tiene un tono de voz muy agradable y el acento de su país le confiere cierta musicalidad al discurso. Sin embargo, B no la escucha, él se encuentra en otro lugar, una fantasía sexual acaba de despertar en su cabeza; esa película porno que todo hombre alberga en el fondo del alma, ahora se proyecta en su mente. B asiste como en un sueño a la inmediata atracción física, al juego de miradas, a las fórmulas de cortesía que les llevan sin esfuerzo a cerrar la puerta y sentarse en el sofá, cada vez más cerca, cada vez más juntos, para luego, en el momento decisivo, pasar a la urgencia de amarse, de arrancarse la blusa, de reventar las costuras de la falda y romper con el tacón de aguja un vaso, un cenicero, lo que sea que haya sobre la mesa camilla. Todo sucede en la penumbra mustia del salón, tras unas persianas cerradas, bajo el resplandor azul de un televisor en el que un guepardo corre tras una cebra para darle caza. La voz en off que comenta los hábitos alimentarios del felino se mezcla con los intermitentes jadeos. B casi puede oler su piel recién llegada, sentir el calor húmedo que desprende el cuerpo de R, parece que tuvieran ensayada la escena: B aparece sentado en el sofá, con los pantalones bajados y R, a horcajadas sobre él, curva la espalda de placer, su melena castaña cae como una catarata, tiene la cabeza echada hacia atrás, las venas del cuello hinchadas, la boca abierta, abierta pero muda; una boca que acaba ocupando toda la pantalla. Fin de la película. R le pregunta a B si le interesa el producto. B le responde que lo único que le interesa es invitarla a salir esa misma noche. R finge sorpresa, le dirige a B una mirada brillante y afilada, como si pudiera leerle la mente, descubrir sus verdaderas intenciones. B intenta contener algo que podría ser una erección, desvía sus ojos hacia una telaraña que cuelga en el techo del rellano. R también mira la telaraña. Pasan dos o tres segundos. R le dice a B que se lo pensará, intercambian los números de teléfono. Luego R coge el ascensor. B cierra la puerta y se dirige hacia la ventana. Quizá esperaba verla de nuevo, desde otra perspectiva, en un contexto más real. A los pocos minutos se cansa de esperar. B vuelve al sofá. Todavía es sábado por la tarde, en la calle hay un perro tumbado a la sombra, una furgoneta aparcada en la esquina y cajas de fruta sobre la acera; también hay un gitano apoyado en la pared, bajo el sol, quieto como una estatua.


La ley de las cuarenta y ocho horas

Al día siguiente, por la mañana, B todavía mantiene el entusiasmo y le envía un mensaje de texto a R en el que escribe: «Probablemente ya de mí te has olvidado, y mientras tanto yo te seguiré esperando». Así comienza la canción «Se me olvidó otra vez» del grupo mexicano Maná. Lo cierto es que a B no le gusta nada este tipo de música, tan solo quiere llamar la atención de R para que la cosa no se enfríe. B sabe que después de cuarenta y ocho horas todo tiende a disiparse, que si la memoria es frágil, el deseo puede serlo aún más. B permanece atento al móvil hasta la hora de la cena. Al cabo de dos días, la pantalla continúa inalterable, sin alertas, y B se dispone a sufrir el desaliento de lo inevitable. Al cabo de dos meses, B se ha olvidado de Maná y de México entero, y el recuerdo de R, su rostro ovalado, su melena cayendo como una catarata, la escena ensayada del sofá, los jadeos, la pornografía a domicilio, todo eso comienza a fundirse en blanco y a mezclarse con el zumbido del ventilador, con las sirenas de las ambulancias a lo lejos, con el perro de la vecina ladrando de madrugada por las escaleras, con el clic del mechero que se enciende en el balcón a las cinco de la mañana, todas las noches, cuando el humo del cigarro dibuja el futuro, a veces el pasado, nunca el presente.


Septiembre y los comienzos

Los días se acortan, las noches caen de improviso a eso de las ocho. Deben de ser las once de la mañana. B lleva un rato despierto, pero aún no se ha levantado. De pronto, la mesilla de noche empieza a vibrar y la pantalla de su móvil se ilumina. Es un mensaje de R, dice así: «Por eso aún estoy en el lugar de siempre, en la misma ciudad y con la misma gente». La canción de Maná regresa tardía, a deshoras, sin embargo, se hace inevitable que por alguna razón B se sienta vencedor. Es verdad que ahora R no es más que un recuerdo de color amarillo y rancio, el sonido de los timbres a la hora de la siesta que lo despertaron para nunca más ser ella. B tiene claro que ya nada es lo mismo (ni siquiera la ciudad y la gente, como dice la canción), pero la escena del sofá que imaginó hace meses regresa a su memoria como una versión barata de la original, como un remake en forma de espinita clavada, de asignatura pendiente.


La carrera del guepardo

Es sábado por la noche, B se encuentra en la plaza Mayor, junto a la estatua ecuestre de Felipe III. Tan solo faltan unos minutos para que den las diez. B lleva un rato esperando. Entonces le asalta la certeza de haber olvidado por completo a R, no recuerda nada de ella, ni su cara ni su cuerpo ni su voz, nada; inexorable y monstruosa, la sombra de la duda se cierne sobre él y comienza a preguntarse si merece la pena continuar con todo eso, si no hubiera sido mejor dejar a R donde estaba, perdida en los días amarillos, condenada a la fantasía sexual de un sábado por la tarde. En el reloj de la plaza Mayor, las diez campanadas suenan lejanas, pero R no aparece por ninguna parte, a medida que pasan los minutos B comienza a sentirse mejor, más tranquilo y seguro de sí mismo; piensa que si R lo deja plantado le daría la excusa perfecta para zanjar el asunto. Entonces B imagina que R no viene y que él decide permanecer un rato más allí, como un turista solitario. La idea le parece de lo más reconfortante. Son las diez y media, B continúa junto a la estatua sin esperar a nadie; él ya se creía que todo había quedado en un simulacro, cuando R se le acerca y le sonríe y le dice «hola, qué tal estás», como si se conocieran de toda la vida. Tras besarse las mejillas, abandonan la plaza Mayor para dirigirse hacia la zona de Huertas y, mientras caminan, hablan de tonterías, parece que el mundo les bastara así según está. R confiesa que no conoce bien el barrio. B resume su vida en un par de minutos. Se mienten, se pierden, tropiezan con los bolardos, giran a la izquierda y luego bajan por la calle del León, el olor a pescado frito se adueña del aire. Un bar con forma de túnel, un sucedáneo de taberna andaluza con macetas en las paredes, encandila a R. Se sientan en una mesita de madera, pegados a la barra. El local está vacío. La comida no es buena. El café tampoco. R se empeña y pagan a escote. Después continúan paseando sin mucho afán, sin salirse del supuesto recorrido turístico-amoroso. R se detiene en la puerta de un pub donde dice conocer a una de las camareras. Una vez dentro, R echa un vistazo, su amiga no está, debe de ser su día libre. R le pregunta a un camarero, este le dice que su amiga ya no trabaja allí. B se acoda en la barra y pide un par de copas. R coge la suya, avanza hasta la pista y luego se gira y llama a B con el dedo índice. B le dice, le grita, que no sabe bailar, que le da vergüenza. En la pista no hay nadie más. R baila con los ojos cerrados. Suena un reguetón. R piensa que B, en el fondo, es un gilipollas. B la observa desde la barra y piensa que R no es la misma R de la escena del sofá, ni tampoco aquella R de rostro ovalado que ya olvidó una vez. Entonces ella se le acerca para decirle algo, la música está tan alta que tiene que apoyarse en su hombro. B aprovecha la proximidad e intenta besarla. R lo esquiva con elegancia, le dice al oído «yo no soy de esas». Pero al final se besan, y lo hacen sin saber el cómo ni el porqué, sus lenguas no se entienden, los dientes torpes, gigantes, chocan a cada embestida, sus cuerpos no encajan… Se besan y, por primera vez para B, quizá también para R, toda esta historia cobra algo de sentido.


Retirada

Apuran sus bebidas y se echan a la calle de nuevo. El alumbrado público ha convertido la ciudad en una amalgama de sombras y tonos naranjas, es la hora bruja, los chupitos están a mitad de precio, es la hora de comprar un perfume de imitación. B y R avanzan sin saber siquiera adónde se dirigen, juntos, pero sin tocarse, como dos desconocidos que caminan a la misma velocidad. R piensa que los besos pueden quemar o enfriar, pero nunca mienten, y le habla a B de su mamá enferma, del pisito en el que viven las dos, de la cama de noventa en la que duermen juntas, muy juntas, y de un tema de abogados que tiene pendiente con su papá porque no les quiere pasar la manutención. B, por su parte, intenta evadirse de la realidad igual que hizo la primera vez, no quiere que el remake, o lo poco que queda de su película porno, se convierta en un drama. Los porteros de las discotecas se disponen a cumplir su jornada y les dispensan miradas acuciantes, B disimula mientras mira los nombres de los locales, como si hubiera en ellos un mensaje secreto que descifrar. De repente, la voz quejumbrosa del cantante de Maná les hace detenerse delante de una puerta negra con ojo de pez; se trata de la misma canción que emplearon en sus mensajes. Ambos la escuchan en silencio, la letra habla de un hombre que espera a una mujer que nunca llegará; es sin duda una historia triste, una historia que nada tiene que ver con la de ellos porque la suya es real y termina allí, delante de esa puerta, con esa canción de fondo. Entonces se abrazan con una mezcla de tristeza y ternura, y luego se alejan por la misma calle, en direcciones opuestas. Ni siquiera han dado las doce, aún es sábado por la noche. En la plaza de Jacinto Benavente hay una fila de taxis esperando en un semáforo, dos jóvenes turistas se maquillan mientras caminan, un camarero con chaleco y pajarita les hace señas desde la terraza para que se acerquen.


(Relato publicado en la antología "Arritmias" de la editorial RELEE)



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