sábado, 17 de octubre de 2020

VESTIDOS DE COMUNIÓN

Foto: Mónica Muñoz Pollo

Hoy nos ha despertado el ruido de los cohetes. Hoy es el gran día. Ya lo dijo la alcaldesa, lo dijo la dueña del bar, lo dijo hasta la maestra. En la puerta de la iglesia los hombres del pueblo esperan fumando a la sombra. En mangas de camisa. Recién afeitados. El cura entra y sale sin saludar. Se le ve nervioso. Pero a los hombres del pueblo les gusta el silencio, y como mucho se miran y lo señalan con la barbilla y luego niegan con la cabeza. Las palomas arrullan en lo alto del campanario, zurean ajenas a la celebración, a las prisas de las madres en el cuarto de baño, a los llantos de las abuelas sentadas en el recibidor, temerosas de ver lo rápido que pasa el tiempo. Ahora unas y otras avanzan por la calle camino de la iglesia, como un ejército engalanado. Las niñas van delante con vestidos blancos que parecen coliflores, que parecen iglús, que parecen tulipanes; adornadas con medallitas y diademas, maniatadas a relojes que marcan la hora tardía de la infancia que se agota. Los niños caminan detrás, marineritos, abogaditos, generalitos de infantería. El mundo entero les sonríe. Les gritan salvas desde los balcones. Más tarde se celebrará un banquete, y habrá regalos y besos que rascan y pitan en los oídos, y también palabras mal dichas por culpa del vino y la envidia. 

Se arremolinan, se arremolinan en la puerta de la iglesia las de los vestidos blancos de coliflor. Se arremolinan las niñas bajo el sol amarillo, unas con otras. Los volantes de sus vestidos encajan como engranajes. Que te vas a marear, les dicen las abuelas. Pero no hay manera. El vuelo del vestido es inevitable y las niñas no pueden dejar de dar vueltas, de girar como peonzas libres de pecado y  protegidas de toda perturbación. Los niños, en cambio, no giran, sus trajes no vuelan, sus trajes navegan o conducen un tanque, pero no vuelan. Sonríe un poco, les ordena el fotógrafo. Y obedecen, los niños, peinados a raya, con los pies en la tierra. 

De repente, suenan las campanas. Y las palomas salen volando para dejar el cielo limpio como una patena. Por fin ha llegado la hora. El cura abre el portón de madera: adelante, dice con voz piadosa; entrad sin miedo, dice embaucador. Pero el vuelo de los vestidos de tulipán ha cogido fuerza y los pies de las niñas comienzan a elevarse lentamente en el aire. Madres y abuelas las jalean emocionadas, la boca abierta con empastes de amalgama. Tranquila, mi vida, que vas muy bien, les dicen con más miedo que vergüenza. Y mientras tanto las niñas giran y se elevan todo lo alta que es la iglesia, impulsadas por la confección aerodinámica de sus vestidos. Los niños las señalan con el dedo, los hombres del pueblo sonríen, el palillo entre los labios, la mano de visera en la frente. Entonces el cura les pide calma, les pide mesura, les pide, por Dios, que bajen... Pero hoy es el gran día, y así es cómo han de suceder las cosas, y las niñas con vestidos de tulipán se elevan, se elevan, se elevan.




jueves, 30 de julio de 2020

REMAKE


              


Madrid, principios de verano

Es sábado por la tarde, es la hora de la siesta, suena el timbre. B se levanta medio dormido del sofá y observa por la mirilla: los tenues haces de sol que se cuelan hasta el rellano iluminan vagamente el rostro ovalado de R, una visión que para B resulta onírica y de alguna manera redentora. Sin pensarlo demasiado, abre la puerta. R entonces comienza a hablarle sobre un producto innovador, líder en el mercado; un producto con innumerables ventajas que, por supuesto, puede ser adquirido al contado o mediante una financiación más que asequible. R no se deja nada en el tintero, a pesar de su juventud, se nota que es toda una profesional, tiene un tono de voz muy agradable y el acento de su país le confiere cierta musicalidad al discurso. Sin embargo, B no la escucha, él se encuentra en otro lugar, una fantasía sexual acaba de despertar en su cabeza; esa película porno que todo hombre alberga en el fondo del alma, ahora se proyecta en su mente. B asiste como en un sueño a la inmediata atracción física, al juego de miradas, a las fórmulas de cortesía que les llevan sin esfuerzo a cerrar la puerta y sentarse en el sofá, cada vez más cerca, cada vez más juntos, para luego, en el momento decisivo, pasar a la urgencia de amarse, de arrancarse la blusa, de reventar las costuras de la falda y romper con el tacón de aguja un vaso, un cenicero, lo que sea que haya sobre la mesa camilla. Todo sucede en la penumbra mustia del salón, tras unas persianas cerradas, bajo el resplandor azul de un televisor en el que un guepardo corre tras una cebra para darle caza. La voz en off que comenta los hábitos alimentarios del felino se mezcla con los intermitentes jadeos. B casi puede oler su piel recién llegada, sentir el calor húmedo que desprende el cuerpo de R, parece que tuvieran ensayada la escena: B aparece sentado en el sofá, con los pantalones bajados y R, a horcajadas sobre él, curva la espalda de placer, su melena castaña cae como una catarata, tiene la cabeza echada hacia atrás, las venas del cuello hinchadas, la boca abierta, abierta pero muda; una boca que acaba ocupando toda la pantalla. Fin de la película. R le pregunta a B si le interesa el producto. B le responde que lo único que le interesa es invitarla a salir esa misma noche. R finge sorpresa, le dirige a B una mirada brillante y afilada, como si pudiera leerle la mente, descubrir sus verdaderas intenciones. B intenta contener algo que podría ser una erección, desvía sus ojos hacia una telaraña que cuelga en el techo del rellano. R también mira la telaraña. Pasan dos o tres segundos. R le dice a B que se lo pensará, intercambian los números de teléfono. Luego R coge el ascensor. B cierra la puerta y se dirige hacia la ventana. Quizá esperaba verla de nuevo, desde otra perspectiva, en un contexto más real. A los pocos minutos se cansa de esperar. B vuelve al sofá. Todavía es sábado por la tarde, en la calle hay un perro tumbado a la sombra, una furgoneta aparcada en la esquina y cajas de fruta sobre la acera; también hay un gitano apoyado en la pared, bajo el sol, quieto como una estatua.


La ley de las cuarenta y ocho horas

Al día siguiente, por la mañana, B todavía mantiene el entusiasmo y le envía un mensaje de texto a R en el que escribe: «Probablemente ya de mí te has olvidado, y mientras tanto yo te seguiré esperando». Así comienza la canción «Se me olvidó otra vez» del grupo mexicano Maná. Lo cierto es que a B no le gusta nada este tipo de música, tan solo quiere llamar la atención de R para que la cosa no se enfríe. B sabe que después de cuarenta y ocho horas todo tiende a disiparse, que si la memoria es frágil, el deseo puede serlo aún más. B permanece atento al móvil hasta la hora de la cena. Al cabo de dos días, la pantalla continúa inalterable, sin alertas, y B se dispone a sufrir el desaliento de lo inevitable. Al cabo de dos meses, B se ha olvidado de Maná y de México entero, y el recuerdo de R, su rostro ovalado, su melena cayendo como una catarata, la escena ensayada del sofá, los jadeos, la pornografía a domicilio, todo eso comienza a fundirse en blanco y a mezclarse con el zumbido del ventilador, con las sirenas de las ambulancias a lo lejos, con el perro de la vecina ladrando de madrugada por las escaleras, con el clic del mechero que se enciende en el balcón a las cinco de la mañana, todas las noches, cuando el humo del cigarro dibuja el futuro, a veces el pasado, nunca el presente.


Septiembre y los comienzos

Los días se acortan, las noches caen de improviso a eso de las ocho. Deben de ser las once de la mañana. B lleva un rato despierto, pero aún no se ha levantado. De pronto, la mesilla de noche empieza a vibrar y la pantalla de su móvil se ilumina. Es un mensaje de R, dice así: «Por eso aún estoy en el lugar de siempre, en la misma ciudad y con la misma gente». La canción de Maná regresa tardía, a deshoras, sin embargo, se hace inevitable que por alguna razón B se sienta vencedor. Es verdad que ahora R no es más que un recuerdo de color amarillo y rancio, el sonido de los timbres a la hora de la siesta que lo despertaron para nunca más ser ella. B tiene claro que ya nada es lo mismo (ni siquiera la ciudad y la gente, como dice la canción), pero la escena del sofá que imaginó hace meses regresa a su memoria como una versión barata de la original, como un remake en forma de espinita clavada, de asignatura pendiente.


La carrera del guepardo

Es sábado por la noche, B se encuentra en la plaza Mayor, junto a la estatua ecuestre de Felipe III. Tan solo faltan unos minutos para que den las diez. B lleva un rato esperando. Entonces le asalta la certeza de haber olvidado por completo a R, no recuerda nada de ella, ni su cara ni su cuerpo ni su voz, nada; inexorable y monstruosa, la sombra de la duda se cierne sobre él y comienza a preguntarse si merece la pena continuar con todo eso, si no hubiera sido mejor dejar a R donde estaba, perdida en los días amarillos, condenada a la fantasía sexual de un sábado por la tarde. En el reloj de la plaza Mayor, las diez campanadas suenan lejanas, pero R no aparece por ninguna parte, a medida que pasan los minutos B comienza a sentirse mejor, más tranquilo y seguro de sí mismo; piensa que si R lo deja plantado le daría la excusa perfecta para zanjar el asunto. Entonces B imagina que R no viene y que él decide permanecer un rato más allí, como un turista solitario. La idea le parece de lo más reconfortante. Son las diez y media, B continúa junto a la estatua sin esperar a nadie; él ya se creía que todo había quedado en un simulacro, cuando R se le acerca y le sonríe y le dice «hola, qué tal estás», como si se conocieran de toda la vida. Tras besarse las mejillas, abandonan la plaza Mayor para dirigirse hacia la zona de Huertas y, mientras caminan, hablan de tonterías, parece que el mundo les bastara así según está. R confiesa que no conoce bien el barrio. B resume su vida en un par de minutos. Se mienten, se pierden, tropiezan con los bolardos, giran a la izquierda y luego bajan por la calle del León, el olor a pescado frito se adueña del aire. Un bar con forma de túnel, un sucedáneo de taberna andaluza con macetas en las paredes, encandila a R. Se sientan en una mesita de madera, pegados a la barra. El local está vacío. La comida no es buena. El café tampoco. R se empeña y pagan a escote. Después continúan paseando sin mucho afán, sin salirse del supuesto recorrido turístico-amoroso. R se detiene en la puerta de un pub donde dice conocer a una de las camareras. Una vez dentro, R echa un vistazo, su amiga no está, debe de ser su día libre. R le pregunta a un camarero, este le dice que su amiga ya no trabaja allí. B se acoda en la barra y pide un par de copas. R coge la suya, avanza hasta la pista y luego se gira y llama a B con el dedo índice. B le dice, le grita, que no sabe bailar, que le da vergüenza. En la pista no hay nadie más. R baila con los ojos cerrados. Suena un reguetón. R piensa que B, en el fondo, es un gilipollas. B la observa desde la barra y piensa que R no es la misma R de la escena del sofá, ni tampoco aquella R de rostro ovalado que ya olvidó una vez. Entonces ella se le acerca para decirle algo, la música está tan alta que tiene que apoyarse en su hombro. B aprovecha la proximidad e intenta besarla. R lo esquiva con elegancia, le dice al oído «yo no soy de esas». Pero al final se besan, y lo hacen sin saber el cómo ni el porqué, sus lenguas no se entienden, los dientes torpes, gigantes, chocan a cada embestida, sus cuerpos no encajan… Se besan y, por primera vez para B, quizá también para R, toda esta historia cobra algo de sentido.


Retirada

Apuran sus bebidas y se echan a la calle de nuevo. El alumbrado público ha convertido la ciudad en una amalgama de sombras y tonos naranjas, es la hora bruja, los chupitos están a mitad de precio, es la hora de comprar un perfume de imitación. B y R avanzan sin saber siquiera adónde se dirigen, juntos, pero sin tocarse, como dos desconocidos que caminan a la misma velocidad. R piensa que los besos pueden quemar o enfriar, pero nunca mienten, y le habla a B de su mamá enferma, del pisito en el que viven las dos, de la cama de noventa en la que duermen juntas, muy juntas, y de un tema de abogados que tiene pendiente con su papá porque no les quiere pasar la manutención. B, por su parte, intenta evadirse de la realidad igual que hizo la primera vez, no quiere que el remake, o lo poco que queda de su película porno, se convierta en un drama. Los porteros de las discotecas se disponen a cumplir su jornada y les dispensan miradas acuciantes, B disimula mientras mira los nombres de los locales, como si hubiera en ellos un mensaje secreto que descifrar. De repente, la voz quejumbrosa del cantante de Maná les hace detenerse delante de una puerta negra con ojo de pez; se trata de la misma canción que emplearon en sus mensajes. Ambos la escuchan en silencio, la letra habla de un hombre que espera a una mujer que nunca llegará; es sin duda una historia triste, una historia que nada tiene que ver con la de ellos porque la suya es real y termina allí, delante de esa puerta, con esa canción de fondo. Entonces se abrazan con una mezcla de tristeza y ternura, y luego se alejan por la misma calle, en direcciones opuestas. Ni siquiera han dado las doce, aún es sábado por la noche. En la plaza de Jacinto Benavente hay una fila de taxis esperando en un semáforo, dos jóvenes turistas se maquillan mientras caminan, un camarero con chaleco y pajarita les hace señas desde la terraza para que se acerquen.


(Relato publicado en la antología "Arritmias" de la editorial RELEE)



CRÓNICA DE UNA REVOLUCIÓN

         


Walrus

Supongo que todo comienza con el libro que publicó la editorial Walrus, aquí en Madrid, hace un par de años. Por extraño que parezca, esta editorial no pretendía obtener ganancias con sus publicaciones, sino dar visibilidad a los autores emergentes que intentábamos hacernos un hueco en el mundo del cuento. Walrus mantenía una especie de convenio con algunos talleres de escritura, y a nosotros, los alumnos de estos talleres, se nos brindaba la oportunidad de ser publicados. También actuaba de disparador proponiéndonos un tema. Luego, tras una primera criba realizada por el profesor del taller, se efectuaba otra más en la propia editorial, de la que solo escaparían (por llamarlo así) los cuentos seleccionados que aparecerían en el libro. Pues bien, las nuevas tecnologías fue uno de esos temas que nos propuso la editorial y, para darnos una pista, un ejemplo, un algo, nos proporcionaron los nombres de algunas series británicas en las que podíamos (¿debíamos?) inspirarnos. Mis compañeros de taller y yo las vimos repetidas veces y, a decir verdad, nos gustaron bastante; sin embargo, estábamos de acuerdo en que dichas series mostraban el porvenir desde un enfoque demasiado derrotista, augurando así un futuro desolador; por eso, creo yo, todos los cuentos que se publicaron en el libro parecían oponerse en fondo y forma al avance tecnológico (el mío, quizá, era el único que admitía una doble lectura). Cabe sospechar, por lo que sucedería unos meses después, que en cierto modo nos programaron para cumplir un objetivo, y ese objetivo no era otro que iniciar una revolución.


True Love

El cuento que escribí sobre las nuevas tecnologías trataba sobre dos personas solitarias, de color gris, sin descendencia, sin una relación especial con la familia, sin nada importante que destacar en sus vidas; solamente una cosa: estaban enamorados el uno del otro, y su historia de amor transcurría, noche tras noche, en un juego de realidad virtual llamado True Love. Sin embargo, en el mundo real (en el día a día, en el cara a cara) los protagonistas no tenían mucho trato. Porque conocerse sí que se conocían, de hecho, eran vecinos, y como es lógico solían coincidir en la escalera o en el rellano, pero ninguno de los dos sospechaba que en True Love, en ese universo que habían creado a su antojo, sus avatares se amaban profundamente. De esta manera, la sordidez de sus encuentros en el descansillo (con el pijama y una bolsa de basura en la mano) contrastaba de maravilla con el continuo frenesí de sus citas virtuales, donde se les podía ver paseando en una calesa por las calles de París, brindando con champán entre ramos de rosas recién cortadas y merci, mon amour, je t’aime. Porque True Love disponía de todo tipo de detalles, de los más románticos a los más lujuriosos; por ejemplo, y en referencia a estos últimos: en las habitaciones de los hoteles siempre había unas esposas bajo la almohada, y en los aviones (por poner otro ejemplo) se podía tener sexo dentro de la cabina en pleno vuelo, siempre y cuando le dejaras mirar al piloto. En fin, todo eso era True Love: hoteles de lujo, viajes en jet privado, fantasías eróticas. Al parecer, todo lo que los protagonistas necesitaban para que su historia de amor fuera perfecta. Y tanto era así, que cuando descubren que solo tienen que salir al rellano para abrazarse y besarse y conocer el verdadero true love, ambos continúan como si nada hubiera ocurrido, de mutuo acuerdo y sin mediar palabra, como si todas las coincidencias (en el rellano, en el tendedero, en el ascensor) que yo inventé para que triunfara el amor (real) solo les sirvieran para darse cuenta de que preferían seguir como estaban, es decir, unidos por el amor virtual que ni duele ni huele. Como digo, el cuento admite una doble lectura, mi intención era dejar patente el error que cometían los protagonistas al no hacer nada, y para ello utilicé un tono irónico en la narración, casi humorístico. Sin embargo (y esto fue lo que me salvó, como se verá más adelante), también podía parecer que el cuento rompía una lanza a favor de las nuevas tecnologías, entendidas como una opción más en las relaciones de pareja. De cualquier manera, a la editorial le gustó y por primera vez fui seleccionado.


El libro

La presentación del libro tuvo lugar en un local llamado La Hispaniola, una mezcla de bar y biblioteca donde los camareros parecían intelectuales y las paredes estaban repletas de libros dispuestos en estanterías. Cuando llegué, la gente se apelotonaba alrededor de la puerta. El acto comenzó a la hora anunciada. Primero habló el director de la editorial desde un pequeño escenario donde alguien había colocado un atril y un micrófono. Luego le llegó el turno al prologuista (Luis María Ruiz Espinosa, escritor consagrado) y por último a nosotros, los autores seleccionados, que tuvimos que leer un breve pasaje de nuestro cuento. Después de los aplausos llegaron las firmas y las copas de vino y las bandejas de queso cortado en forma de triángulo. Floren, un antiguo compañero de taller que también había sido seleccionado, levantó su copa y dijo que eso (refiriéndose al vino) era lo mejor de las presentaciones. Floren intentaba emborracharse en todos los actos literarios a los que iba, decía que era su forma de tomarse en serio el oficio. De pronto, me señaló la puerta levantando la barbilla, acababa de entrar Enrique García Pacheco, un crítico literario mordaz (muy mordaz) al que todos llamaban el Tiburón. Nunca lo había visto en persona y me sorprendió su aspecto, parecía un muñeco de cera, un hombre sin edad (quizá porque llevaba el pelo teñido). El director de Walrus y todo el equipo de la editorial se acercaron a saludarlo. Al cabo de unos minutos lo vimos salir con el libro (nuestro libro) bajo el brazo.
A la semana siguiente, me llamaron por teléfono de la editorial para decirme que el libro se estaba vendiendo estupendamente. García Pacheco lo había reseñado en un par de periódicos importantes, y mencionado en las redes sociales con una crítica positiva: llevábamos vendidos más de diez mil ejemplares. La noticia no podía ser más esperanzadora. Recuerdo que fue entonces cuando decidí, como decía Floren, tomarme en serio el oficio. Aquella misma tarde empecé a escribir uno, dos, tres cuentos. Todos a la vez.


La Resistencia

Pasados unos días, por la mañana, dos tipos llamaron a mi puerta: ¿es usted el autor del cuento True Love? Y, seguidamente, como si ya supieran que sí, que yo era el autor, se presentaron: somos la Resistencia. En Madrid, por entonces, se hablaba mucho de la Resistencia, aunque nadie sabía a ciencia cierta si existía de verdad o si solo era una palabra, un concepto o una idea flotando en el aire. El caso es que los tipos parecían soldados vestidos de calle, había en su postura cierto aire marcial que no podían disimular. Primero habló uno, el más alto, durante un buen rato, y luego el otro; formaban un buen dúo y parecían seguir un orden establecido a la hora de exponer sus ideas. Me recordaron a los testigos de Jehová que venían los domingos a venderme el cielo. Sin embargo, estos dos no habían venido a venderme nada, solo querían que me uniera a la Resistencia. También dijeron que el libro que habíamos escrito se estaba convirtiendo en una especie de manual o algo parecido, intentaron convencerme con buenas palabras. Pero les di largas, no me fiaba (como tampoco me fío de los testigos de Jehová) y dije que tenía que pensármelo. Un par de horas más tarde, Floren me llamó por teléfono, también había recibido la visita de los hombres soldado, y también les dio largas. Les preguntó que cuánto pagaban y dijo que los tipos se echaron a reír. Total, que ahí quedó la cosa. Al día siguiente, me llamó la editorial para invitarme a una fiesta en La Hispaniola con motivo del inesperado éxito del libro; una fiesta, dijeron, a la que no podía faltar.


La fiesta

Frente al escenario habían dispuesto un centenar de sillas. Al igual que el día de la presentación, el aforo estaba completo. Encontré a Floren acodado sobre la barra, junto al resto de autores seleccionados. Más que una fiesta parece que nos van a dar un mitin, dijo Floren, y no iba mal encaminado. El director de Walrus observaba el horizonte desde lo alto del escenario como un vigía. Alguien nos dijo que le llamaban Capitán (lo que no me pareció raro, dado que Walrus es el nombre del barco que capitaneó el famoso pirata James Flint. Por otra parte, aunque de eso nadie dijo nada, estaba seguro de que La Hispaniola tampoco se llamaba así por casualidad). El Capitán golpeó el micrófono un par de veces solicitando un poco de silencio. Su discurso comenzó con una breve introducción sobre el trabajo en equipo, para luego transmitirnos la alegría que le embargaba en esos momentos, a él y a todos los miembros de la editorial, y que si gracias a nuestro compañero Enrique (Tiburón, pelo teñido, mordaz, muy mordaz), y a vosotros por estar aquí (refiriéndose a nosotros, los autores), y gracias también al prologuista, escritor consagrado y a quien le debemos tanto…, y bueno, parecía que la cosa iba para largo, cuando, de forma un tanto abrupta, le cedió la palabra a la señorita Clara Villagrán, portavoz de la Resistencia. Al escuchar ese nombre noté un leve dolor en el pecho (un dolor que ya no existía en realidad, un dolor perteneciente al pasado, el dolor de una secuela). Los aplausos no se hicieron esperar, como si el público (al igual que yo) ya la conociera de antes. No puede ser, no puede ser, pensé. Pero sí que era: la misma Clara Villagrán de la que estuve enamorado en la facultad, la Clara Villagrán que fue mi novia durante toda la carrera. La Clara Villagrán a la que yo llamaba Clarita. Hacía quince años que no sabía nada de ella.


Clara Villagrán

Tras condenar las nuevas tecnologías como producto de consumo, y el individualismo como sinónimo de aislamiento que generan, y blablablá, blablablá, Clara Villagrán concluyó diciendo que nosotros (los autores del libro y la editorial Walrus) habíamos contribuido al librepensamiento y a la humanización de la sociedad, y que por eso nos daba las gracias en nombre de la Resistencia. Después tocaron el «rompan filas» y llegó el vino y el queso cortado en triángulos. Floren, sin moverse de su asiento, me dijo: pues yo, eso de vivir desconectado no lo acabo de ver, la verdad. Vivir desconectado era el lema de la Resistencia, Clara Villagrán lo había repetido por lo menos treinta veces, y cada una de esas veces había recibido la pertinente ovación. No obstante, estoy seguro de que, si hubiera rezado un padrenuestro, hasta los más ateos habrían respondido amén, porque Clara Villagrán pertenece a ese tipo de mujeres capaces de encumbrar cualquier idea por muy disparatada que parezca. Durante su discurso (confieso) la estuve observando, recreándome, con más curiosidad que deseo, en algunos detalles que conocía de sobra, supongo que intentando desenmascarar la huella del tiempo en su rostro. Floren insistió de nuevo: se han vuelto locos (me hablaba en voz baja), a mí que me expliquen cómo se puede vivir de esa manera. Le contesté que no era tan difícil, que nosotros ya habíamos vivido «de esa manera», se lo dije sin pensar, para que se callara un poco. Lo cierto es que ya no me apetecía seguir hablando de la desconexión, ni de las nuevas tecnologías. La repentina aparición de Clara Villagrán me había desconcertado. Floren se quedó pensativo, con la vista clavada en el escenario donde Enrique García Pacheco, entre aplausos y risas, saludaba al público con exageradas reverencias. Iba disfrazado de mosquetero. Desenrolló un pergamino que llevaba en el cinturón y leyó un poema que, según dijo, había escrito él mismo. El poema hablaba del caballo de un zar, y de las cúpulas puntiagudas que coronan los palacios de San Petersburgo, y terminaba (si no recuerdo mal) con la enumeración de algunas palabras (claramente tendenciosas) como «libertad», «desconexión», «resistencia», en fin; una mierda de poema. Después subió al escenario otro tipo (seguramente el segundo de abordo de Clara Villagrán) para decir que la lucha continuaba en las calles; a este también le aplaudieron bastante. Luego sentenció que, si las cosas llegaban a ponerse feas, nos mantuviéramos firmes en nuestros puestos. Y así fue: las cosas se pusieron feas. Pero antes llegó la Revolución.


El verdadero true love

Yo soy de los que piensan que nada ocurre porque sí, que existen millones de hilos transparentes que conectan unos hechos con otros, y por eso creo en el karma y en las energías que fluyen de aquí para allá, pero no creo en las casualidades. La noche de la fiesta regresé temprano a casa. Antes de marcharme estuve buscando a Clara durante un rato, pero no la encontré. Así que ya no pude quitármela de la cabeza. Estuve casi toda la noche pensando en ella, mejor dicho, en ella y en mi cuento. Porque lo que era innegable es que Clara Villagrán había vuelto gracias a True Love. Seguí profundizando en esa dirección. Hice inventario de todas mis relaciones en los últimos quince años. El resultado fue revelador: no encontré nada que pudiera haberme llevado a escribir ese cuento. Desde mi noviazgo con Clara Villagrán, la mayoría de mis relaciones acabaron mal (por no decir que parecían abocadas al fracaso de antemano), y eso solo podía significar una cosa: los protagonistas de True Love éramos Clara y yo, y fueron nuestros mejores años en la facultad de periodismo los que habían inspirado (inconscientemente) esa historia de amor virtual; y, si al final ellos decidían seguir como estaban y no complicarse con el amor real, es porque yo, después de todo, quisiera haber actuado de esa manera en su momento. Clara me lo dijo muchas veces cuando éramos novios: así estamos bien, así estamos bien, la última vez por teléfono, así estamos bien. Luego desapareció de la noche a la mañana, se esfumó, ¡zas!, como borrada del mapa. Pero fui yo quien la obligó a desaparecer, yo tuve la culpa por no saber detenerme donde ella quería; yo, que imaginaba una familia y una casa con jardín y, bueno, la verdad es que no recuerdo qué carajo imaginaba. En cualquier caso, True Love hablaba del amor desde la derrota y el desengaño, por eso los protagonistas acaban eligiendo el amor práctico, el que Clara hubiera elegido. Todo esto me llevó a pensar que el cuento había sido mi forma de decirle a Clara Villagrán que ya estaba preparado para detenerme donde ella quería (lo que no era del todo cierto), y que había sido yo, al escribir el cuento, al mover ese hilo transparente, el que la había hecho aparecer de nuevo sobre aquel escenario. Por eso, cuando Clara vino a mi casa unos días después de la fiesta (seguramente los soldados de la Resistencia le facilitaron mi dirección), no tuve valor para echarle nada en cara. Le pregunté, eso sí, que dónde se había metido durante los últimos quince años. Me dijo que nunca se fue de Madrid, que simplemente se había hecho invisible.


Vivir desconectado

Desconozco el verdadero motivo (el libro, la Resistencia, las drogas… ¿A quién le importa?), pero la gente en Madrid empezó a desconectarse. La idea triunfó, sobre todo, entre los más jóvenes; solo ellos (invencibles, inmortales, osados) podían hacer algo así por el simple hecho de experimentar, porque se puso de moda, porque la juventud es el momento en el que hay que probarlo todo. Mientras tanto, yo continuaba sin salir a la calle, escribía doce horas diarias, pero estaba al tanto de lo que ocurría porque Floren, de vez en cuando, me pasaba el parte. Una noche me llamó por teléfono: ¿no estás viendo las noticias?, la Revolución ha estallado. Entonces encendí la televisión: cientos de jóvenes se habían reunido en un descampado alrededor de una gran hoguera, decían que estaban allí para quemar sus móviles, querían vivir desconectados. El ambiente se adivinaba festivo, se oían tambores, como una especie de ritual. La reportera solo acertaba a decir: es la una de la madrugada, estamos en directo y parece que todo el mundo se ha vuelto loco. Las reacciones de la gente que arrojaba sus teléfonos al fuego iban de la euforia a la confusión, del asentimiento a la calma. Los había que lloraban y reían a la vez. La reportera les preguntó: ¿Qué es esto de la desconexión? ¿Qué se siente? Una chica con un piercing en la nariz dijo que era como saltar al vacío; un chico (más o menos de la misma edad) con el pelo amarillo dijo que al principio no sabes qué hacer; otro chaval confesó que todos sus amigos ya lo habían hecho; una mujer que paseaba a su perro preguntó si estaban celebrando la noche de San Juan.

Mi conversación con Clara

Estábamos sentados en el sofá, uno al lado del otro, la televisión encendida, sin volumen. Clara me contó que los invisibles eran aquellas personas que vivían desconectadas, y que se clasificaban, por lo general, en dos grupos: el grupo alfa (los que rechazaban todo tipo de dispositivo electrónico) y el beta (que renegaban de las redes sociales y el uso de Internet). Luego dijo que ella era alfa y que constituían el sector de la población que ni el Gobierno ni ninguna empresa podía controlar porque no salían en las encuestas, ni aparecían en estudios de mercado, ni tenían apenas datos sobre ellos, y que por eso eran decisivos a la hora de entrar en acción. Solo nosotros, dijo Clara, podemos cambiar las cosas sin que nadie lo prevea. Yo no sabía muy bien a qué se refería, me ocultaba algo, eso seguro, pero entendí que no podía desvelarme mucho más. Luego cambió el tono, como si se relajara un poco, y me contó la sorpresa que se había llevado al enterarse de que yo era el autor de uno de los cuentos. También me dijo que gracias a nuestro libro la gente había despertado, y que ahora los invisibles se contaban por millares, y al decir eso se le escapó una sonrisa que yo, como un tonto, me guardé en el bolsillo. ¿Has leído el cuento? ¿Qué te parece?, le pregunté. Me gusta cómo acaba, aunque yo nunca probaría un simulador de esos. Sí, es verdad, le dije, pero lo que me hubiera gustado decirle es que la había echado de menos, que la llegué a creer muerta, que me cansé de esperar, que me prometí olvidarla, y que al parecer (True Love era la prueba) no lo había conseguido; debería haberle dicho que ojalá nunca hubiera escrito ese cuento. Clara la invisible se despidió, llegaba tarde a no sé dónde. Cerré la puerta y me senté a escribir un cuento al que titulé «En el parque no se ama».


En el parque no se ama

El cuento, más o menos, se resume así: dos novios se encuentran en un parque. Están sentados en un banco de madera y acaban de grabar sus iniciales en el respaldo, dentro de un corazón. El sol se esconde tras los edificios y ellos se sonríen, los dos van vestidos de color azul turquesa, los dos se miran a los ojos con ternura, se cogen de la mano, se quieren infinito, resultan insoportables. Por eso, la gente normal, los vecinos y el resto de personas que pasan por allí (los narradores del cuento), se empiezan a quejar: «No parecen acordarse de cuando les dijimos que no se les ocurriera aparecer por aquí». Al final acaban llamando a la policía. Entonces llega un coche patrulla, y luego otro, el parque se ilumina con destellos azules y rojos. Los agentes rodean a los enamorados, les apuntan con sus armas reglamentarias, les piden que, por favor, dejen de amarse inmediatamente. Los novios contestan que no pueden hacer eso y se dan un beso, pero un beso que hechiza, un beso tan puro y verdadero que los policías también empiezan a besarse entre ellos, arrastrados por una fuerza capaz de controlar su voluntad. La gente normal espera asustada detrás de los coches patrulla. No saben cómo actuar. Se abrazan e intentan tranquilizar a niños y ancianos. Por suerte, cuando los novios se detienen para tomar aire, uno de los agentes consigue saltar sobre ellos y esposarlos. Luego los sacan del parque en coches separados. Solo entonces, la gente normal respira tranquila, y buscan en sus bolsillos navajas, llaves y monedas, y se acercan al banco para borrar las huellas de ese amor perfecto. Y una vez dicho esto, preguntas que se me ocurren: ¿es posible que Clara y yo fuéramos esos novios que tanto se quieren? ¿Estaba tirando de otro hilo transparente con el fin de volver a verla? ¿Me había traicionado de nuevo el subconsciente? Seguramente todas las respuestas sean la misma: sí, sí y sí.


El declive

Pasaron tres o cuatro meses, y parecía que todo seguiría igual, que los jóvenes continuarían quemando sus móviles y yo escribiendo mis cuentos, y que Clara solamente se haría visible en La Hispaniola con el fin de adoctrinar a las nuevas generaciones. Pero, como ya se dijo antes, las cosas se pusieron feas. Empecé a sospecharlo con la llamada que me hizo Floren a las cinco de la mañana: creo que me están vigilando, hay un coche que me sigue a todas partes, lo tengo aparcado enfrente de casa. Le dije que llamara a la policía. Nunca más volvió a llamarme. En parte, porque era la policía la que le vigilaba. Vinieron a verme unos días después, dos agentes de uniforme y un tercero trajeado. Me preguntaron sobre la Resistencia, sobre Clara Villagrán, sobre Juan Flores Poveda (el segundo de abordo que estuvo en la fiesta), y sobre el Capitán Flint (me enseñaron sus fotos, los tenían a todos fichados). Registraron mi ordenador, el tipo trajeado (supongo que era escritor o algo así) me preguntó por el mensaje de mi cuento, True Love. Una alternativa al amor, le dije. Entonces el tipo me miró a los ojos fijamente, como si de esa forma pudiera ver si le estaba mintiendo. Al final les dijo a los agentes que mi cuento no presentaba ninguna amenaza. Ni siquiera me detuvieron. Pero ¿qué sucedió para que las cosas se pusieran tan tan feas? Pues muy sencillo. Clara Villagrán y sus colegas revolucionarios se equivocaban al pensar que no salían en las encuestas. Algunas empresas aportaron datos muy interesantes que corrieron como la pólvora en los medios de comunicación: las ventas de productos electrónicos habían descendido un treinta por ciento en el último trimestre y el número de perfiles cancelados en varias redes sociales no hacía más que aumentar. Se habló de un retroceso tecnológico, se habló de un desequilibrio en la balanza (pero ¿qué balanza?), se habló de una posible crisis económica, y los representantes del Gobierno se echaron a temblar. Por eso pasó lo que pasó. Cerraron las puertas y soltaron los perros. Tras mi conversación con la policía, empecé a seguir las noticias a diario. Detuvieron al Capitán Flint, todo el país vio cómo lo esposaban y lo metían en un coche patrulla, y lo mismo hicieron con el prologuista, y con García Pacheco (mordaz, muy mordaz). Cayeron todos, uno por uno. Sin embargo, Clara Villagrán no daba señales de vida. Su foto fue colgada en estaciones de trenes y aeropuertos, y en el telediario se llamaba a la colaboración ciudadana para encontrarla. Mientras tanto, yo me la imaginaba en otro país, con el pelo teñido de rubio y hablando con acento impostado. Luego empecé a pensar que quizá sí que era invisible, como ella decía.
En fin, poco a poco las noticias relacionadas con el tema fueron dejando paso a otras de más actualidad, como los últimos estrenos en cartelera o el número de muertes por accidentes de tráfico. En dos o tres semanas, todo había vuelto a su cauce habitual. La gente se olvidó de la revolución y siguió adelante, qué otra cosa podíamos hacer. Así funciona esto, ¿no?


(Relato publicado en Antología "Error 404" de la Editorial RELEE)