domingo, 9 de diciembre de 2018

DÍAS DE LLUVIA





I

La empresa me envía unos meses a trabajar al País Vasco. Cuando llego a San Sebastián son las once de la noche y llueve. El hotel donde me alojo está a las afueras, en la cima de un monte. El GPS me conduce por un camino que no parece llevar a ninguna parte, dice que mi destino se encuentra a pocos kilómetros, pero no me fío. A medida que asciendo por la carretera, me voy adentrando más y más en una especie de bosque, y las historias en las que ETA dejaba a un empresario atado a un árbol en mitad de la nada empiezan a rondarme la cabeza. Por suerte, en pocos minutos la carretera termina en la puerta del hotel. Aparco al pie de unas escaleras de mármol. Mi habitación está en la cuarta planta, es amplia y la moqueta está limpia. Se notan las cuatro estrellas. Salgo al balcón. El viento arrastra la lluvia hasta mi cara. Al fondo, la playa de la Concha brilla como en las postales y el mar y el cielo son la misma cosa inmensa y oscura. Bajo al restaurante. No hay más clientes. Tampoco hay camareros. A pesar del lujo, me siento vulnerable. Tras la barra, una puerta con ojo de pez deja escapar un sonido de cacharros metálicos. Pasan quince minutos, puede que más. Entonces entra en el restaurante un tipo con pijama de raso y batín a juego. Se acerca al mostrador, espera unos segundos y luego se lleva dos dedos a la boca y silba con fuerza, igual que si llamara a un puñado de vacas. Un chico con granos en la frente se asoma por el ojo de pez. El tipo le hace una seña con la mano, el chico sale y prepara un escocés sin hielo en vaso de tubo. Yo le digo que me gustaría cenar algo. Cuando el chico regresa a la cocina, el tipo del pijama me dice que hace exactamente treinta años celebró su boda en ese mismo hotel. No sé qué contestar a eso. Ni siquiera acabo de creérmelo. El tipo del pijama coge su whisky y se larga. Entonces pienso que hubiera estado bien que se quedara un rato más a mi lado. El chico vuelve a salir, dice que no hay cocina, pero que puede hacerme un sándwich mixto. 


II

Después del trabajo doy un paseo por los alrededores del hotel. A la izquierda de las escaleras de mármol hay un arco de piedra que me lleva a lo que parece ser una vieja montaña rusa. Intengo seguir el recorrido de las vías, a veces se asoman al borde del precipicio y pienso que no creo que nadie tenga huevos a subirse ahí. Los raíles están oxidados y algunos tramos están cubiertos por las ramas de los árboles que crecen en la ladera del monte. Luego encuentro una especie de mirador. Empieza a anochecer, la lluvia es tan fina que apenas cae, es como si nunca dejara de llover del todo. Miro de nuevo hacia la playa de la Concha, distingo a unos  surfistas nadando hacia la oscuridad. Entonces todo transcurre igual que en los sueños. Subo al coche, enciendo la radio y en unos minutos ya formo parte de la postal, mis manos están apoyadas en la barandilla blanca que recorre el paseo y el olor de la sal me trae viejos recuerdos. Un tipo se me acerca, un tipo con gabardina y flequillo peinado hacia abajo. Me pregunta si quiero un cupón. No, no quiero, gracias. El tipo sonríe. También tengo películas porno, dice, ¿te gustan las películas porno? El tipo tiene una cara extraña, parece viejo y joven al mismo tiempo. Echo un vistazo a mi alrededor, la playa ha quedado desierta, ni siquiera veo a los surfistas, el mar debe de habérselos tragado. No, no me gustan, bueno sí me gustan, pero me tengo que ir. El tipo insiste, quiere que le invite a mi casa, podemos fumarnos un porro y ver una película porno, me dice. Mira, ¿ves aquellas luces de allí, encima del monte?, pues ahí vivo yo, en el hotel. Ah, sí, me dice, yo iba de niño a montar en la Montaña Suiza. Será rusa, le digo yo. No, no, responde muy serio, no es rusa, es suiza. 


III

Hoy viene mi jefe en el avión de las doce y media. Cuando se encuentra conmigo, dice que quiere saber qué tal me va, pero parece pensar en otra cosa mientras intento explicarle que todo marcha según lo previsto. De pronto mira su reloj y me pregunta si Aitor habrá reservado mesa en el Sugarri. Aitor es el jefe de operaciones, un tipo peculiar. Salimos fuera, el Sugarri no queda lejos del aeropuerto, pero está lloviendo y mi jefe prefiere ir en coche. Cuando llegamos, Aitor nos espera en la puerta, fumándose algo que tira precipitadamente al vernos aparecer. Durante la comida hablamos de temas relacionados con el trabajo. Luego Aitor nos acompaña de vuelta al aeropuerto. El avión de mi jefe sale a las cuatro y veinte. Desde el ventanal de la cafetería podemos ver cómo las nubes acaban engullendo al aparato. Aitor tiene prisa, pero antes me dice que podíamos quedar algún día, ya sabes, para tomar unos katxis. Me pregunta donde vivo. En un hotel. ¿En cuál? En el Monte Igueldo. Ahí va la hostia, me dice, ¿el de la Montaña Suiza? Sí, en ese, le digo. Pues allí celebraron mis padres su boda. Nos despedimos con un apretón de manos. Mi jornada laboral ha terminado. En el peaje observo que no está el chaval con acné de todos los días, sino una chica morena más o menos de mi edad. Le pregunto si aquí deja de llover alguna vez. La chica sonríe y me dice que sí. Llego al hotel, subo corriendo a la habitación, quiero comprobar algo. Es verdad: solo tengo que cerrar los ojos y pensar en ella para que salga el sol.


(Relato 1º Finalista en Zenda "Historias Vascas" 2018)