El
1 de noviembre de 1973, Otto Günther salió a pasear camino del Puig
Morell y nadie sabe cómo, pero acabó despeñándose por un
barranco. Otto Günther era un alemán que llevaba siete años
viviendo aquí, en el pueblo, y disfrutaba de su jubilación en una
bonita casa rodeada de palmeras y fuentes con peces de colores. La
mayoría de los vecinos lo conocíamos de vista, y aquellos que
tuvieron el valor o la curiosidad de acercarse al lugar del
accidente, contarían más tarde que lo encontraron con la cara
cubierta de sangre, y los brazos y las piernas del revés, igual que
una marioneta; y también contaron que de pronto apareció una mujer
que no habían visto nunca, y que sin apartar la vista del cadáver,
esa mujer dijo: ahorita se lo lleva la huesuda, no se me achicopale,
hombre; y que lo dijo así, como hablándole al propio muerto, y que
nadie se atrevió a añadir nada más. Entonces muy pocos sabían que
esa mujer era Simona Hurtado. Yo estaba en la plaza, sentado en la
puerta del bar de mi abuelo cuando, unos días antes de que esto
ocurriera, la vi bajar del autobús. No traía equipaje y llevaba
puesto un sombrero de paja y un vestido rojo de volantes. Era Simona
pequeña y robusta, y tenía la cara redonda como un pan. Una trenza
de pelo negro le caía por la espalda hasta casi tocar el suelo. Se
me acercó y antes de entrar al bar me preguntó si allí servían
tequila, y yo le contesté que solo había vino o aguardiente, y
entonces ella dijo: el fuego, chavo, no más que busco el fuego. Esas
fueron sus palabras.
La
presencia de Simona Hurtado en el pueblo incomodó a muchos vecinos.
Simona no se parecía en nada a los extranjeros que venían a vivir
aquí, todos altos y rubios, y con los ojos azules. Muchos de ellos,
como Otto Günther, se habían construido una casa a las afueras para
que nadie les molestara. Mi abuelo decía que eran educados y dejaban
propina, pero que con la gente del pueblo no querían cuentas. Y
llevaba razón. Simona Hurtado, en cambio, no tenía nada, y nadie
sabía con certeza a qué había venido, además, siempre estaba en
la calle, dormía en un granero abandonado, y si alguien le daba una
peseta corría a gastársela en aguardiente. Una vez se subió a una
silla del bar y cantó México
lindo y querido,
aunque la mayoría de las noches nos contaba historias de fantasmas,
y entonces los clientes se callaban para escucharla, y después de
cada historia, nos juraba por la Virgen de Guadalupe que todo lo que
había contado había ocurrido de verdad, allá en su tierra, pero
eso nadie se lo creía. Lo que sí es cierto es que una mañana mi
abuelo estaba abriendo el bar, y que de pronto apareció por la plaza
Simona Hurtado y le dijo a mi abuelo que se fuera a velar a su
esposa, y él al principio no la entendió porque acaba de ver a mi
abuela sentada en su butaca zurciendo calcetines, pero Simona se lo
volvió a repetir, y entonces mi abuelo se fue para adentro y
encontró a mi abuela muerta, y no zurciendo calcetines como él
pensaba.
Con
el paso del tiempo, entre una cosa y otra, Simona Hurtado acabó
labrándose en el pueblo cierta fama de bruja, una fama que no hizó
más que agravarse cuando al año siguiente, también en el día de
Todos los Santos, otro vecino llamado Kurt von Hellermann apareció
ahogado en su piscina. Y es que a veces las casualidades asustan,
pero asustan todavía más si dejan de parecer casualidades, y eso
fue lo que ocurrió, porque al año siguiente falleció Helmuth
Drossel, también el 1 de noviembre, en un accidente de avioneta; y
al año siguiente fue Hans Loerzer, un infarto fulminante; y al año
siguiente le llegó el turno a Emil Müller, en el mismo día que los
anteriores, devorado por sus perros de caza; y al año siguiente le
tocó al doctor Josef Lutz, atragantado con un hueso de pollo;
posiblemente la muerte más triste y estúpida de todas, aunque
también fue la que puso en alerta a las autoridades. Cuatro furgones
de la Guardia Civil aparcaron en la plaza aquella misma tarde para
interrogarnos a todos. Me preguntaron por el doctor Josef Lutz, si le
conocía de algo, si tenía enemigos, si sabía de alguien que
pudiera estar detrás de las otras muertes. También me preguntaron
si creía en las maldiciones. Y yo les contesté que no, que aquellos
hombres habían tenido mala suerte y punto. Pero al caer la noche,
los guardias se reunieron en el bar de mi abuelo a deliberar, y allí
bebieron vino y aguardiente, y cuando el bar se quedó vacío y
andaban medio borrachos, empezaron a hablar a grito pelado, y así
fue cómo me enteré de que todos los que habían muerto el 1 de
noviembre, desde la fatídica caída de Otto Günther, eran antiguos
miembros de la Gestapo, excombatientes del ejército nazi o amigos
íntimos del Fürher. En cualquier caso, ya no eran nada. Por la
mañana temprano, los guardias recogieron las tiendas, pero antes de
marcharse atrancaron la puerta del granero donde dormía Simona y le
prendieron fuego. Mi abuelo y yo salimos a la puerta del bar cuando
nos enteramos, y ya no había llamas pero sí podía verse una gran
columna de humo a lo lejos. Entonces pensé en lo que había dicho
Simona sobre el fuego la primera vez que hablé con ella. Cuando
suceden cosas difíciles de explicar alguien debe pagar las
consecuencias, sentenció mi abuelo, y a eso precisamente, creo yo,
había venido Simona Hurtado desde tan lejos; culpable o inocente, ella nos libró de nuestro propio miedo.
( Relato Ganador en Zenda "El día de los Muertos" )
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